Fundador de Els Joglars y uno de los artistas escénicos más aclamados, premiados y denostados de España, Albert Boadella (Barcelona, 1943) cocina sus sátiras a fuego lento. Paladea la venganza y el escozor que sentirán los que sufran la herida de sus palabras, auténticos dardos repletos de vinagre y sal. En su última obra, El Sermón del Bufón, una coproducción de los Teatros del Canal y el Teatro Marquina, repasa más de cinco décadas de trayectoria, ajusta viejas cuentas y dice adiós finalmente a la dirección de las obras en prosa. Sentados en el restaurante El Pimiento Verde (Castelló, 18, Madrid), Boadella culmina muchas de sus respuestas con una risita pícara y coloreada por los matices de la nostalgia. Lleva décadas desmitificando a los demás y cree que ha llegado el momento de desmitificarse a sí mismo.
Le han llamado bufón y usted se ha enorgullecido. ¿Cuál es la diferencia entre un crítico con el sistema y un bufón?
La principal diferencia entre alguien que piensa de forma crítica y alguien como yo es la exposición pública: el primero tendrá problemas con sus amigos y sus compañeros de trabajo, pero las personas de mi oficio los tendrán con la parte de la sociedad que se sienta atacada y que, en algunos casos, responderá a los ataques. Hacer que mis adversarios pierdan los nervios es lo que más me divierte.
En una obra suya mataba a un crítico de ‘El País’ como venganza. ¿Tuvo que reseñar aquel crítico la obra?
Era Joan de Sagarra [uno de los críticos más duros de Barcelona en los años setenta, ochenta y noventa]. Lo ‘matamos’ porque actuó como testigo y respaldó las opiniones del fiscal militar en el juico contra nuestra obra La Torna. Habíamos tenido cierta amistad hasta entonces. Cuando lo fusilamos en el escenario, Sagarra respondió con el silencio y dejó de hacernos críticas. Estaba fuera de juego: no podía escribir ni bien ni mal de nosotros sin que alguien le preguntase si lo hacía por despecho. Fue una venganza muy bien pensada, muy propia de mí.
Usted ha acusado a una parte de intelectuales españoles de coprofagia, porque, básicamente, aprecian y se alimentan obras que son basura.
Hay un sector del público considerado elitista que desprecia las obras de aceptación mayoritaria en defensa, dicen ellos, de los intereses del pueblo. Buscan obras que sólo ellos pueden disfrutar y, en consecuencia, se tragan unas mierdas insoportables. Yo mismo creé una obra fallida titulada Mary d’Ous en 1973, que era bella plásticamente y una auténtica mierda dramática. Cuando la terminé, me di cuenta de que la había cagado.
Engañó a la crítica pero no pudo engañarse a sí mismo.
La apreciaron mucho en el Festival de Berlín y en el Festival de Dos Mundos de Spoleto… y supuso nuestro lanzamiento internacional. Cuando me preguntaban y felicitaban los críticos y los periodistas, yo me hacía el despistado para no hundir la compañía, pero ningún artista puede engañarse a sí mismo. Engañó a aquellos que pensaban que la modernidad es un ejercicio inacabado y que Mary d’Ous reflejaba esa circunstancia. No se dieron cuenta de que si parecía inacabada era porque no había sabido acabarla, porque me había salido mal…
Hablemos brevemente del nacionalismo. ¿Cuál es el secreto de la tremenda fuerza dramática de los argumentos nacionalistas?
Es la potencia de una ficción inducida por paranoia, que es la emoción más fácil de inducir. Volver paranoico a alguien es sencillo: basta con que llames a un vecino a las cinco de la mañana durante cuatro o cinco días seguidos. A través de la paranoia han contado una historia de ficción, con unos enemigos de ficción y un paraíso de ficción. A diferencia de esta ficción, la realidad puede no gustarnos y provocar dolor. Con esa paranoia se ha construido un delirio que ha falsificado, entre otras cosas, la historia. Lo español no ha sido capaz de seducir a la sociedad frente al nacionalismo con una idea de modernidad y los españoles han asumido estúpidamente la leyenda negra de su país para beneficio de los nacionalistas.
¿A qué personaje del teatro o el cine se parece Albert Boadella? Fue el padrino de Els Joglars, el coronel Kurtz para los nacionalistas, el Hamlet de Esperanza Aguirre.
A Esperanza Aguirre le decía que ella era Luis XIV y yo Molière. Me identifico con él porque era un dramaturgo comediante enormemente crítico, que se acerca al poder, que cuenta con la aquiescencia de una parte del poder y que es capaz de destruir el poder. Él sentía esa necesidad de terminar una escena, de formar y dedicar años a una compañía que luego le sobreviviría. Si tuviera que parecerme a alguien, sería a Molière.
Conocemos el legado de Molière. Pero, ¿cuál es el legado de Boadella?
Es un legado sobre el presente, no sobre el futuro. Si hubiera querido dejar algo para el futuro, me habría dedicado a la literatura. Como corresponde a un hombre de las artes escénicas que cuestiona la literatura en el teatro, mi legado está condenado a desaparecer, es solo un recuerdo, un conjunto de memorias esparcidas.
Aunque su intimidad sea infranqueable, el sentido del humor y el sarcasmo que lo hicieron famoso vienen de su mundo íntimo.
Sí, también aprendí a no tomarme en serio a mí mismo gracias a mi padre. El sentido del humor, para él y para mí, es el sentido de la distancia, una forma de contar las cosas. Mi padre era republicano, había intentado atentar contra Alfonso XIII, y, sin embargo, al hablar de la república, era capaz de contarla como un desmadre, como una farsa.
¿Ha perdido la sociedad la capacidad de encajar una sátira?
Si te burlas ahora en una obra de un fontanero, saldrá a criticarte la asociación de fontaneros. La sociedad se ha debilitado tanto que necesita un conjunto de asociaciones y jurisprudencias que la defiendan
de sus propias debilidades y tonterías. Ahora hay muchos más límites a la libertad de expresión y te pueden machacar mucho más que antes gracias a las redes, que son brutales. Hay más límites a la libertad de expresión que en los ochenta o los noventa… y eso nos conduce a todos a la autocensura.