A las nueve de la mañana de un frío día de enero, Abraham García (1950, Robledillo, Toledo) nos recibe en la puerta del mercado Maravillas, en Madrid. Viste cazadora de color mostaza y pantalones de cuero negro, botines de ante y un fular estampado, todo a juego con su inseparable sombrero. Uno del centenar que acumula desde hace años y una de sus señas de identidad. Pero no la única.
Estamos en el castizo barrio de Cuatro Caminos, donde en los años 30 se iniciaron las obras del que sería –y sigue siendo– el Mercado Municipal más grande de Madrid. Han pasado casi 80 años desde su inauguración, en 1942, y este emblemático lugar ideado por el arquitecto Pedro de Muguruza –autor del Palacio de la Prensa en la Gran Vía o la Estación del Norte– sigue en pie, con sus dos plantas de ladrillo visto, su voladizo de hormigón y esos ventanales que observan silenciosos tras las copas de los plátanos de sombra el trasiego de la calle Bravo Murillo.
El chef y dueño del restaurante Viridiana viene cada mañana aquí desde hace más de 40 años y, aunque visita también otros mercados, nunca falla a su temprana cita con los tenderos: «No es lo mismo pedir que te envíen un rape a decir, dame ese rape», subraya mientras le echa un ojo a su pescadería de confianza. «También te facilita mucho hacer las cartas, saber qué productos están llegando con regularidad… y este mercado, sin ser el más selectivo, tiene productos buenos y precios razonables». Asimismo le gusta el trato directo con la gente («todo se ha sofisticado mucho, pero es bueno mantener la relación con las personas que hacen las cosas: con los productores, con los tenderos…») y, claro, los ingredientes. Sin la despensa no hay cocina que valga: “Un mercado es como un diccionario”, sostiene, «en él se recogen todas las palabras, pero eres tú quien debe juntarlas».
Al cabo de tantos años no extraña que el personal le trate como a uno de la familia. Y tras saludar a unos cuan- tos tenderos, se detiene y propone ir a desayunar al bar Martínez, junto al mercado. «Es de las pocas churrerías buenas que quedan, cada vez hay menos», se lamenta. Así que pide valientemente 15 churros para tres y, mientras se toma un zumo de naranja, cuenta cómo empezó todo. Desde su patriarcal nombre: «Siempre digo que mi padre, que era un tipo divertido, debió de ponérmelo por orden alfabético», bromea aclarando que él «ateo y convicto» prefiere despegarse de cualquier connotación bíblica.
Así que nos remontamos a la casa familiar, en un pequeñísimo pueblo a las faldas de los montes de Toledo, de la que evoca los olores de los platos de su madre. «Era una cocina precaria, pero sabrosa». Y recuerda con nostalgia «la sopa de ajos –con leche– y las migas». Dice haber empezado a trastear en los fogones con seis o siete años, aunque nunca se le concedió el privilegio de picar las migas: «Ése era un derecho otorgado al mayor de la casa: mi padre o mi abuelo», y aclara que era una especie de norma no escrita de que «las migas las picaban los hombres, quizá porque eran los que manejaban la navaja», y él lo único que hacía era mover la cuchara.
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