Cultura

Pavarotti fue el más gastrónomo de los cantantes, Rossini lo fue de los compositores

Decía el compositor y gastrónomo Giacomo Rossini que estos eran los cuatro actos de la ópera cómica que es nuestra vida. Pavarotti estaba de acuerdo: le cantaba a sus spaghetti.
Luciano Pavarotti. © Gerald Bruneau

Sea por las reconocidas dotes culinarias de cantantes y compositores –como nuestro querido Luciano Pavarotti, que protagoniza este mes nuestra portada–, sea por la presencia de grandes comilonas y brindis en escena, de todas las formas de arte, la ópera tiene una relación muy especial con la gastronomía. Porque la ópera va sobre la vida, ¿y qué es la vida sin comida? “La comida es casi indisoluble del teatro y, por extensión, de la ópera”, comenta Jesús Noriega, director artístico del Palau de Les Arts (Valencia).

“Desde su origen ceremonial hasta los espectáculos de La Fura dels Baus en los 80, en los que se tiraban vísceras y verduras al público, es común que se desarrollen escenas fundamentales en torno a un banquete e, incluso, un alimento en concreto puede ser el centro del argumento”.


Tal es su importancia que ya se ha acuñado el término gastromusicología.
Su creador, Pierpaolo Polzonetti, musicólogo en la Universidad de Notre Dame (Indiana), ha estudiado en profundidad el papel de la comida en las óperas, especialmente en las de Giuseppe Verdi, donde abunda. “Uno de los criterios relacionados con la aparición de comida en las óperas es que ningún ágape puede ser triste. No importa qué, cuando la gente come en la ópera, parecen felices, aunque alguna tragedia se cierna sobre ellos”, declaraba para The New York Times.


Social, íntima, denotativa, medicinal y dietética: estas son las cinco funciones que opera el comer en los argumentos de las composiciones, identificadas por Polzonetti en su artículo Eating and Drinking in Opera. “En la ópera, las escenas que involucran comer y beber definen las relaciones, la personalidad, el comportamiento y la identidad. Lo que comen y cómo lo comen, si comen o no, si lo comparten o rechazan compartir; todo ello está cargado de significado”.

Si bien no es descabellado que la comida aparezca en escena, no es lo más frecuente. En opinión de Juan Lucas, libretista, periodista musical y director de la revista Scherzo, “se pueden contar con los dedos de las manos las producciones donde la comida es real”. De lo contrario, pone un ejemplo: “En la última producción de Las bodas de Fígaro, en el Teatro Real de Madrid, en apertura había algo comestible, unas manzanas que una suerte de espíritu del amor disponía frente a los personajes, y que finalmente mordisqueaba para simbolizar la tentación”.

Luciano Pavarotti nella sua casa a Pesaro. © Gerald Bruneau


Eso sí: si el director de escena lo considera porque el libretto así lo pide, un pedazo de pollo o una copa de vino harán su aparición. Es más, en la Metropolitan Opera de Nueva York –que tiene editado un recetario, The Metropolitan Opera Cookbook (1989)– existe una cocina funcional para el atrezzo gastronómico. Se hacen las compras de viandas en el vecino mercado de Fairway y se tienen en cuenta las restricciones dietéticas de los cantantes, sean celíacos o intolerantes a la lactosa. Michael Albergo, responsable de atrezzo, se encarga de preparar la comida de forma que cuando los cantantes tienen que comer en escena, sea un bocado fácil y agradable para ellos.
Algunos fingirán comer y otros saborearán de verdad lo que se hayan echado a la boca, cosa que viene bastante bien después de tantas horas sobre el escenario.

Por supuesto, deben tener cuidado de no atragantarse ni de manchar las valiosas prendas que visten, de que no se les caiga ningún resto al suelo que luego pueda provocar un accidente y, todavía más difícil, de no cantar con la boca llena –a no ser que el guion así lo exija, como sucede con Leporello, que contesta a Don Giovanni en la ópera de Wolfang Amadeus Mozart (1756–1791), que lleva su
nombre, mientras mastica un pedazo de faisán.

No cabe duda que Luciano Pavarotti fue el más gastrónomo entre los cantantes de ópera. Nacido en Módena, como el buen aceto balsamico y Massimo Bottura, Pavarotti vivió intensamente la gastronomía desde niño, en el mejor y en el peor de los sentidos.
Por una parte, el oficio de su padre, panadero, le reportó felices experiencias de las que, tal vez, se acordó al cantar Panis angelicus, la última estrofa del himno de Santo Tomás de Aquino, Sacris solemniis. Pero también le tocó una época funesta: la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar en lo más tierno de su niñez, afectándole el hambre debido a la escasez de alimentos.

Este dato de su biografía se ha conectado con su gran fama de glotón, interpretando su voracidad como una respuesta del trauma infantil. No es de extrañar que afirmara para The New York Times, en 1989, que no puedes ser romántico en el escenario sin algo de azúcar ni de que en sus tours viajara siempre con provisiones que le aseguraran un buen yantar allí donde fuera: spaghetti, Parmigiano, sus sartenes favoritas y otros útiles de cocina para cocinar lo que le apeteciera, cuando le apeteciera y donde le apeteciera, sin importar que estuviera en Hong Kong o Ciudad de México.

Pavarotti desarrolló algunas recetas, como los spaghetti alla Pavarotti, que ejecutó en La piazetta, un restaurante italiano en el Hotel Intercontinental de Stuttgart, junto al cocinero Sante De Sanctis, con motivo de la presentación de sus óleos y del Mundial de fútbol de 1990. “En la noche del partido Francia–Italia, Pavarotti vino a cenar al restaurante. Juntos preparamos estos spaghetti, con una salsa de tomate y ajo, cayena y albahaca, terminado con parmesano”, recuerda el cocinero para Ville in Italia. “El Maestro estaba convencido que tenías que cantarle a los spaghetti mientras los mantecabas en la salsa, así que dimos un gran show en la cocina”.
Su última esposa, Nicoletta Pavarotti, rememoraba para The Daily Beast cómo la comida era el eje de la casa que compartían en su Módena natal: “Cada vez que llegaba un invitado, se le arrastraba a la cocina para que comiera algo. Era la forma de Luciano de dar la bienvenida. Y cuando cocinaba, tenía un claro objetivo: hacer feliz a todo aquel que se sentara a la mesa.


Tenía un gran apetito por la vida, y la comida es una parte de ella”.
Como en la vida real y como en la mesa de los Pavarotti, la gastronomía tiene en escena el papel de unir a las personas. “Los banquetes son especialmente frecuentes en la ópera bufa, es decir, de tema distendido, y son la excusa perfecta para reunir a un grupo y desarrollar un número cómico de conjunto –explica Maricel Chavarría, periodista responsable de las temáticas de ópera, danza y música clásica en La Vanguardia.

Alrededor de la mesa se generan enredos, encuentros y desencuentros, situaciones divertidas que propician el vino y la comida”. Y como no podía ser de otra manera, el rey de la ópera bufa, Gioachino Antonio Rossini (1792–1898),
fue también un gran gastrónomo a quien se le atribuye el siguiente aforismo: “Comer y amar, cantar y digerir:
estos son los cuatro actos de esta ópera bufa que llamamos vida, y que se desvanece como la espuma de una botella de champagne. Quién la dejó escapar, sin haberla disfrutado, es un loco”. Versado en la cocina y en el buen comer, el de Pesaro hacía aparecer en escena asiduamente grandes banquetes que encargaba preparar y de los que posteriormente
daba buena cuenta.

“A mucha gente le resultaba insoportable porque era un tragón. Se sabe que le gustaba tanto comer que después de una buena comilona, cuando se tumbaba en su cama a componer, podría cáersele un folio al suelo que no lo recogería, de tan fatigado como estaba de haber zampado de lo lindo”, explica Chavarría.

Su biografía está trufada de anécdotas gastronómicas, y aquí van un par más, recordadas por Carmen Rodríguez Arceiz, profesora de canto del Conservatorio Isaac Albeniz (Girona).
“La aria Di tanti palpiti, de la ópera Tancredi, fue la más popular en Europa y en todas partes se conocía como ‘aria del arroz’, ya que Rossini la compuso en Lombardía mientras se cocinaba un plato con arroz, que en aquel entonces no faltaba en cualquier comida de la región”. Por otra parte, se sabe que la también famosa aria Nacqui all’affano (Nací para sufrir), de La Cenerentola (La Cenicienta), “se le ocurrió en un cuarto de hora, en la mesa de una taberna, en Roma, donde se hallaba rodeado de amigos que estaban bebiendo y bromeando”. Una ojeada a los versos nos lleva rápidamente al ambiente de la taberna: “y entre tanto en todos lados/ estaré atestado y rodeado/ de memorias y peticiones,/ de gallinas, de esturiones,/ de botellas, de brocados/, de candelas y escabeches,/ de pasteles y pastelillos,/ de confituras y confites,/ de piastras, de doblones,/ de vainilla y de café./ ¡Basta, basta, no traigáis más!”.


Porque si Pavarotti fue el más gastrónomo de los cantantes, Rossini lo fue de los compositores. Pese a todo, su talento gastronómico quedó eclipsado por su descomunal capacidad para componer prolíficamente. Y no nos referimos sólo a los poderes de su mandíbula y su estómago, sino también a la creatividad que aplicó al desarrollo de recetas. Se dice que en su primer éxito, en la segunda representación de El Barbero de Sevilla, en 1816, le escribía a Isabella Colbran –que se convertiría en su primera esposa: “Pero lo que me ha interesado, más allá de la música, mi querida Isabel, ha sido el descubrimiento que he hecho de una nueva ensalada, de la cual te estoy enviando la receta tan pronto como pueda”.

Las recetas que inventó o que se le han dedicado llevan el epíteto alla Rossini y son muchas: tournedós, canelones, pizza (con huevos duros y mayonesa), huevos, tagliatelle, risotto de tuétano… Genéricamente, se asocia a este tipo
de preparaciones una buena cantidad de foie gras y trufas salteadas, un combo gourmet y potente que seguro ponía a cantar las papilas de los invitados a sus famosas cenas parisinas, que celebró una vez se retiró, donde la gastronomía y la música cobraban igual importancia. Compuso recetas con la excelencia y el gusto que compuso óperas, y se relacionó con distintos cocineros, entre ellos Carême y Pierre Lacam, pastelero del príncipe Carlos III de Mónaco, o Adolphe Dugléré, chef del Café Anglais de París.

No obstante, su relación con la comida pudo ser tortuosa: se cree que la ansiedad que le hacía devorar cantidades ingentes de comida era generada por el tremendo estrés causado por los numerosos encargos que recibía. Tal vez no le faltó razón cuando dijo que el apetito es la batuta que dirige la gran orquesta de nuestras pasiones. Sea como sea, sólo alguien como Rossini, con una pasión tal por la gastronomía, podía introducir incluso juegos de palabras ingeniosos dentro de sus composiciones, como es el caso de los pappataci de L’Italiana in Algeri. Tal y como explica la soprano Laura Obradors, “pappataci es el falso título con el que nombran a Mustafà, que tiene preso al enamorado de Isabella, para poder escapar Argelia.

Ahora bien, pappataci significa ‘come y calla’, y ese honor que le conceden le atribuye una vida idílica solamente dedicada a comer, beber y dormir”. En esta línea, apunta Obradors, en La Flauta Mágica, de Mozart, uno de sus protagonistas, Papageno, expresa tanto en arias como en narraciones que lo que él en realidad quiere es comer, beber y una mujer: “Luchar no es lo mío./ Y, en el fondo, tampoco deseo la sabiduría./ Yo soy un hombre primitivo,/ que se contenta con el sueño,/ la comida y la bebida;/ y si pudiera ser que/ alguna vez cazase a/ una bella mujercita (…)”.
Sin embargo –recuerda Chavarría– incluso compositores dramáticos, como Verdi o Mozart, hacen aparecer una u otra forma de gastronomía en sus piezas. “Verdi retrata la realidad de la burguesía decadente y suele apuntar el ágape, que no se escenifica, aunque sí el solemne brindis, siendo el más famoso el de La Traviata. Asimismo, Don Giovanni, es un drama jocoso en el que la tragedia es atravesada por momentos cómicos, entre la felicidad y el cinismo”: en un primer banquete y baile de máscaras en honor a los recién casados Zerlina y Masetto, Don Giovanni aprovecha para seducir a la novia; y al final, acontece la famosa cena en la que el libertino y burlador invita a cenar al fantasma de El Comendador –al que mató tras violar a su hija–, y éste aparece y se lo lleva al infierno.


Entre la tragedia y la comicidad: la muerte llama a la puerta, se sienta a cenar faisán y a beber vino marzemino, del norte de Italia –aunque una hamburguesa con queso y nuggets de pollo de McDonald’s y un refresco fueron la cena del Don Giovanni de Peter Sellars en su producción de 1989– y cumple su fatal cometido. “El placer del sexo se parangona al de comer”, señala el tenor Moisés Marín, con lo que concuerda Juan Lucas: “Tal y como el sentido de la ópera es la exposición de lo sexual y erótico, la comida actúa como el símbolo de esa pulsión devoradora y degustadora que rige la vida de Don Giovanni”.

Vino, licores y otros alcoholes tienen un papel destacado en multitud de obras en las que, tal y como decíamos, se brinda: en La Traviata, Rigoletto –en la que una taberna será el escenario que acoja la famosa La donna è mobile– y Macbeth, de Verdi, o en Lucrezia Borghia, de Donizetti.

Un breve picnic en el jardín durante el intervalo de ‘Las Bodas de Fígaro’ en Sussex (Inglaterra), 1955.

El alcohol llega a caracterizar a un personaje y lo define como bebedor empedernido, con mayor o menor estatus social y de forma más o menos refinada, como el Falstaff de Verdi, el malvado Scarpia de Tosca, de Puccini (1858–1924), o los bohemios que se juntan a comer y beber en Navidad –y cuando el dinero lo permite– en el Café Momus de La Bohème, también de Puccini. También protagoniza escenas o arias, como el cuerno de hidromiel en La Valquiria de Richard Wagner (1813–1833) ¡Viva Baco! de Rapto en el Serrallo, escrita por Mozart: “¡Viva Baco!/ ¡Baco vive!/ ¡Viva Baco que descubrió el vino”! o “¡Viva el vino espumoso!” en Cavalleria rusticana, de Pietro Mascagni (1863–1945) –como apunta el crítico de ópera, Gerard Guerra i Ribó; incluso, el vino puede ser el ingrediente clave, tal y como sucede en la ópera Elixir de amor, de Gaetano Donizetti (1797–1848), donde aparece la famosa aria Una furtiva lágrima.

“Ambientada en el País Vasco, el doctor Dulcamara, estafador de profesión, dispensa vino de Burdeos en dosis milagrosas para conseguir el amor y lo vende bajo el concepto de elixir mágico –cuenta Moisés Marín. El efecto que tiene sobre el protagonista, el joven campesino Nemorino –que nunca lo ha probado y por eso no se da cuenta del engaño–, no son otros que los del vino: la desinhibición permite que se atreva a ser como realmente es y gana el amor
de la adinerada Adina”.

Inspirados por la ópera, distintos restaurantes han orquestrado veladas musicales, siguiendo la idea de Pavarotti, en las que es posible disfrutar del canto lírico mientras se degusta una agradable cena. Son famosas las del restaurante
7 Portes, en Barcelona, conocidas como Sopars lírics, que este año llegan su novena edición y corren bajo la dirección artística de Roger Alier y Jordi Maddaleno, y se celebrarán hasta el 16 de junio, fecha en la que actuará la mezzosoprano Mercè Bruguera. En Valencia, el restaurante Contrapunto,
del Palau de les Arts, acogerá los Maridajes de ópera, con menús exclusivos para cada uno de las óperas que conforman la temporada.