Este mes, los mexicanos celebrarán el «Cinco de Mayo», la conmemoración de la victoria de su ejército sobre los franceses en 1862 en la Batalla de Puebla con platillos como el mole poblano, emblema culinario de la nación mexicana. Para buscar el origen de este mole hay que viajar al México prehispánico del enigmático Moctezuma. Gracias a las crónicas de la conquista sabemos que el emperador azteca comía hasta treinta tipos de guisados, que se le servían sobre braseros de barro con un carbón hirviendo para que no se enfriasen (ríete de los extenuantes pasos de algunos menús Michelin).
Iguanas, galápagos, peces prehistóricos, camarones, faisanes, puercos… Entre los guisados había una salsa de chiles caldosa llamada chilmulli. Es el primer atisbo del mole, que proviene de la palabra del náhuatl “molli” o “mulli”, en alusión a las salsas a base de chiles y especias, espesadas con masa de maíz o tortilla, con las que se preparan guisos de carne.
No falta la versión que atribuye a un error el hallazgo del mole poblano, con cocineros que tropiezan por los nervios con una deliciosa cazuela de guajolotes (pavos) en su punto y que derraman en ella una charola de chiles, chocolate y especias. Que detrás del relato de casi todos los platos míticos haya una metedura de pata nos hace desconfiar de esta teoría. Y nada surge de un día para otro. Francisco de Burgoa, un dominico en Oaxaca, al referirse a las ceremonias de difuntos de los indios, describe una ofrenda hecha con aves, «en especial de pavos grandes de la tierra”, aderezados con pimientos secos molidos, pepitas de calabaza y hojas de hierba santa o aguacate, que “con agua lo cocían para el guisado que en mexicano llaman totolmole (mole de guajolote)».
En los años 20 del siglo pasado, apareció en el periódico mexicano Excélsior una versión que sitúa su origen en el convento de las monjas dominicas de Santa Rosa de Lima, en Puebla, en el siglo XVII. La madre superiora les pidió que cocinaran un plato para agasajar a un arzobispo benefactor. Una de las hermanas sugirió preparar un guajolote ante el estupor de sus compañeras, que consideraban aquel pavo con papada un animal sucio y maloliente. El atrevimiento de la monja consistía en hacer de esa ave algo bueno y original. Para ello, concibió una mezcla de chiles rojos y negros tostados y molidos en un metate hasta obtener una pasta, a los que añadió un surtido de especias del Viejo Mundo: clavo, canela, pimienta, cilantro y ajonjolí, que frió en una sartén. Las molió y se las agregó a los chiles, junto con jitomate hervido, cociendo la mezcla en barro con caldo de pavo. A la mezcla le añadió el chocolate amargo de Puebla, la antigua bebida de los señores aztecas.
Este plato colonial llegaría a ser el símbolo de la nación mestiza mexicana, con sus especias del Viejo Mundo, y los chiles, el chocolate y el pavo del Nuevo. Esta versión conventual también se sumerge en las brumas del mito, puesto que sólo tras la independencia de México se encuentran alusiones escritas al mole poblano. Pero si este adquirió su estatus de prestigio fue por ser considerado como un plato más criollo que mestizo.
Para el paladar criollo, el mole poblano encarnaba una versión americana de las opulentas cocinas europeas, con caras especias asiáticas, combinaciones de pimienta, ajo, azúcar, canela o clavo con salsas basadas en caldos de carne a las que se añadían almendras para mejorar su sabor y textura. Correspondió a los frailes españoles la difusión de las especias, en fusión con los alimentos de las festividades indígenas, haciendo que los moles coloniales se hicieran más complejos durante el Barroco, a medida que el producto del comercio con Oriente llegaba a las despensas mexicanas. El mole poblano es deudor de la atmósfera artística de la Nueva España del XVII: su complejidad es la trasposición a la cocina de la ostentosa ornamentación barroca, con énfasis en el paladar en movimiento gracias a una efervescente sinfonía de sabores, cuatro variedades de chiles, semillas de ajonjolí, almendras, nueces y cacahuetes, especias orientales (clavo, pimienta y canela), pan de trigo y tortilla de maíz tostados, anís, pasas, cilantro, cebolla y ajo, tomate y jitomate, preparado con manteca de cerdo, azúcar y sal. Hasta veinticinco ingredientes.
La influencia discurrió en ambos sentidos, y las cocineras nativas enseñaron a las criollas a incorporar chiles a los guisados europeos. La adicción de las élites del Nuevo Mundo a los chiles ardientes se consolidó a través de una variedad de moles. La historia conjetural del mole poblano sintetiza el problema cultural surgido alrededor de la gastronomía indígena: el guajolote visto como animal sucio, la fobia al maíz… En los años de Porfirio Díaz (entre 1876 y 1911), los colonos europeos quisieron trasplantar al Nuevo Mundo las cocinas del trigo desplazando al maíz, al que culpaban del fracaso de las campañas nacionales de desarrollo: había que desacostumbrar al indio del maíz y habituarle al grano europeo, apoyados en la ciencia de la nutrición. Fueron las poblaciones mestizas las que más rápidamente aceptaron los ingredientes del nuevo universo culinario, como los guisos de cerdo o ternera, del ubicuo pollo o las habas. Sólo a mediados del siglo XX el esnobismo contra los platos indígenas aminoró. El antagonismo maíz versus trigo se esfumó, y los platos indígenas como el pozole o el huitlacoche (el abominado dios negro al que se llamó “excremento de los dioses”) empezaron a valorarse. Para los años 60, la cocina indígena era ya un estándar de la haute cuisine nacional. Y el mole poblano, el plato emblemático de México, gracias a la influencia criolla.
Durante las épocas revolucionarias, la suma de inspiraciones de tres siglos dio lugar al prototipo de mole poblano de guajolote. Un festival fusionado de sabores del mundo con todo el carácter de México. Un plato que cuenta la historia de un país. Una sinfonía barroca en el paladar.