Lo mejor de las fiestas del barrio era que los bares sacaban las mesas a la calle. Entonces no había tantas terrazas, ni siquiera había aceras. Vivíamos en la periferia de Barcelona y todo era fábricas y talleres. Trabajo. Comercios modestos. Y bares. Los bares eran un refugio y una condena. Esto último se ve bien en La taberna, la novela de Zola. De sus protagonistas viene la clase social de la que procedo. Los personajes del libro son los primeros obreros industrializados, suburbanos. Se trata de una novela moral, por supuesto. Zola desea que sus páginas huelan como huele el proletariado, así lo dijo. Recuerdo bien el olor de las bandejas, de los platos, de las mesas a la luz de las pocas farolas de entonces. Lo que en Proust es una magdalena mojada en té, en mi infancia son sesos.
La noche era comer y divertirse, volver de la tómbola con un muñeco en los brazos, atravesar el túnel del tren de la bruja, las canciones de las Grecas en los autochoques, partir los palillos de dientes en la caseta de tiro. El palillero de aquellas mesas era el cubilete por donde brotaba una suerte que ya estaba decidida. Porque aquellas noches se salía decididamente a los bares para comer caracoles, cabeza de cordero, patatas al horno, rebanadas de pan de payés con alioli… La comida de la clase obrera. Si diéramos unos pasos hacia atrás para contemplarlo, igual que en los museos se hace ante un cuadro, descubriríamos que esas mesas son como las escenas que pintaba Brueghel el Viejo en sus comidas campesinas, en sus proverbios flamencos. No hacía ni diez, ni cinco años, que los trabajadores de las fábricas, que la mujeres que también trabajaban en fábricas, o fregaban bancos y escaleras, o cosían para sastrerías, habían sido gente de campo, como la de las pinturas citadas.
En los pueblos, las costumbres duran siglos y nadie tira nada. Un refrán de la Edad Media no deja de usarse por mucho que la humanidad llegue a la luna. Aquella luna anunciaba el inicio del verano, y lo que se celebraba por las calles era la fiesta de San Juan Bautista. La verbena. Los bailes. Las hogueras. Era una luna a la que nadie miraba, porque se había quedado en el pueblo con los animales. La luz ahora era la de las bombillas de colores de las carpas. Como todos aquellos hombres y mujeres habían conocido el racionamiento (sino el hambre), se pirraban ahora por las raciones. Hoy somos más delicados. Lo apostamos todo a la tapa. Nos hemos vuelto minimalistas, como Philip Glass. Pero con lo que de verdad disfrutaban mis padres al salir con los amigos, al salir dos, tres matrimonios juntos, era con las raciones. Una tapa de calamares siempre es bienvenida, pero una ración es hacer las cosas a lo grande.
Mi propia generación, el baby boom (soy tan boomer que me resulta extraño decir boomer), es eso: la gran ración de la natalidad. Una rebosante ración de criaturas que pronto lo van a llenar todo: las calles, las universidades, las colas del paro… Al milenial, lo representa mejor la tapa. El milenial es más elaborado, más pensado, mejor preparado y bien presentado. Pero también está más solo en su platillo. No había semana en aquellos días, que El Caso o, en la tele, Jiménez del Oso, no mostrase alguna imagen de platillos volantes. Nuestros padres estaban dispuestos a comerse todo el jamón de España, todo el queso de Galicia o de la Mancha, todos los espárragos de Tudela (entonces la gente, en vez de tener colesterol, en lo que pensaba era en tener teléfono y coche), y asimismo esperaban de nosotros que nos comiéramos el mundo. Con ese anhelo nos llevaban al colegio en cuanto teníamos la edad, cuatro, cinco años.
Y porque palpitaba toda esa ilusión de zamparse la vida, se llenaban las casas de platos irrompibles. Era el vidrio de Duralex. Su nombre aludía al dicho latino: la ley es dura, pero es ley (dura lex, sed lex), y así esas palabras certificaban el conformismo que la dictadura esperaba de los ciudadanos. Pero, no. No era así. Entorno a aquellas mesas de la calle, bajo las que se amontonaban servilletas de papel arrugadas como si hubiera caído la gran nevada de la comida popular, reían, estiraban el brazo para alcanzar la botella de vino, un buen puñado de rojos clandestinos. Gente que no estaba de acuerdo con la vieja lex… Los tonos verde, pardo, de aquellos platos evocaban el color de la cacería. La jara, la tierra del campo, la piel desollada de los conejos. Según quien hablase, no sabía uno si se estaban refiriendo a la caza o a la casa. Y los camareros salían como volando por la puerta del bar, y servían las mesas con los platos en equilibrio sobre los brazos, y esos eran los auténticos platillos volantes que se nos aparecían en la noche de verbena. A lo que nosotros llamamos gastronomía, nuestros padres le decían comer.
Javier Pérez Andújar es escritor y ha publicado recientemente El año del Búfalo (Anagrama), obra con la que ha obtenido el premio Herralde de Novela.