La marquesa había recibido una educación exquisita. Hija de un diplomático francés y nieta de un banquero y empresario bilbaíno, pasó buena parte de su infancia y juventud viajando con sus padres por toda Europa, donde pudo conocer los mejores restaurantes de la época. Nos referimos a María Mestayer Jaquet, una dama refinada y cosmopolita de principios del siglo XX, que hasta los 30 años nunca había frito un huevo. Nada indicaba que, a raíz de sus primeros artículos sobre gastronomía en los diarios de la época, la Marquesa de Parabere –título
prestado como pseudónimo de un familiar de su esposo– acabaría siendo una prolífica autora, restauradora y, probablemente, la primera influencer gastronómica de España.
Un siglo después nos encontramos con la VI marquesa de Griñón en Madrid y esta referencia previa con similitudes despierta una viva curiosidad en Tamara Falcó (Madrid, 1981): “Hasta hace muy poco no la conocía” –confiesa–. “Pero quiero sus libros. ¿Cuál es el mejor? ¿La cocina completa? ¿Habéis preparado alguna de sus recetas? ¿Os gusta cocinar?”. Tamara –Tamy para sus amigos–, atiende a TAPAS con una nube de cámaras a su alrededor. Y aunque es algo a lo que está acostumbrada desde niña, la hija de Isabel Preysler y Carlos Falcó parece haber sobrepasado la popularidad de sus padres y se ha convertido en objeto de deseo para marcas, programas de televisión o, como este caso, una plataforma de entretenimiento que está rodando un documental sobre su día a día.
Pero volviendo al paralelismo entre las dos marquesas, otro punto en común es que ambas encontraron en la gastronomía no sólo una afición sino una alternativa y un futuro profesional. En el caso de Tamara, porque su participación en el programa MasterChef hizo despertar su pasión por los fogones. “Yo, ya lo he dicho otras veces, entré en el programa con la intención de ganar dinero para mi firma de ropa”, recuerda. Pero también nació en ella una determinación que la llevó a focalizar todos sus esfuerzos en la cocina y proclamarse vencedora de aquella edición. “No pensaba ganar. ¿Yo? ¡Si nunca había frito un huevo!”, relata con gestos al aire, riéndose abiertamente… aunque después aclara que sí, que una amiga hizo un vídeo con el desaguisado que ella montó en su cocina tratando de freír un huevo. Fue más tarde, cuando en la Terraza de El Casino de Madrid, de Paco Roncero, el equipo que la ayudó con la prueba de acceso al programa, la animó diciéndole que fuera a por todas. Pero ella escuchaba aquello con esa relajada actitud que le otorga saber que, incluso a unas malas, no tenía nada que perder. Inopinadamente, no sólo ganó la edición. Su desparpajo y naturalidad ante las cámaras descubrieron su lado más amable, y su imagen de niña pija y abiertamente orgullosa de su manera de hablar derivó en un personaje que despierta un interés inequívoco: todos quieren a Tamara.
Determinación y reinvención
Hasta hace no mucho, la trayectoria profesional de esta celebrity que lo mismo mostraba su vestidor que daba consejos sobre cómo cuidar el cutis, estaba vinculada principalmente a la moda. En 2018 había creado su propia firma de moda, TFP by Tamara Falcó. Sin embargo, hoy, en su cuenta de Instagram –@tamara_falco–, con 1,2 millones de seguidores– ella encabeza su descripción
con una sola palabra: Chef.
Después de salir del reality culinario, Tamara volvió a remangarse, y cursó los tres grados (Bases, Intermedio y Superior) de cocina de la prestigiosa escuela Le Cordon Bleu en Madrid, con los que obtuvo su Diploma de Cocina y que pronto continuará con los otros tres certificados de Pastelería para obtener el renombrado Grand Diplôme. Hoy asegura que ponerse un delantal para ella es “un reto, con el que quieres dar la mejor experiencia posible al comensal”, aunque matiza un término: “Cuando cocino, no me pongo mandil, me pongo chaquetilla. Soy chef y me la he ganado a pulso”.
El ejercicio de superación de Tamara frente a esos desafíos, no ha estado exento de obstáculos. “Una vez, haciendo hojaldre me equivoqué con la harina de fuerza y puse el doble, y de eso dependía poder hacer al día siguiente unos vol au vents. Casi lloro”, suspira. “Cuando algo te sale mal, pues lo practicas 15 veces. Es cuestión de constancia y perseverancia. Y al final pude hacer platos con hojaldre… pero hay que echarle muuuchas horas”.
Sin embargo, lo más sorprendente para ella fue descubrir esta afición: “A estas alturas de la vida… fue fascinante empezar a cocinar, me encantó. Aunque había algunos días que llegaba a casa llena de quemaduras y mi madre me preguntaba: ‘Pero hija, ¿te compensa realmente todo esto?’. La respuesta siempre es sí: compensa cuando descubres una vocación que te motiva, que te incita cada día a querer hacerlo mejor y mejor, a aprender lo máximo. ¡Y hay tanto que aprender! Esto es algo infinito”.
Esa determinación de la que hace gala, dice Tamara que tiene que ver con que es “un poco obsesiva”. Y pone un ejemplo: “De niña mi madre me mandó hacer una falda y una chaqueta con volantes y me tuvo que hacer otros tres conjuntos iguales, porque no me lo quitaba. Con la cocina me pasa igual. Pero tiene que ser
algo que me guste. Y siempre me ha encantado comer”.
Tamara habla con entusiasmo y acompaña cada palabra con revoloteantes gestos de manos. Se inclina, se ríe y en cada frase echa mano de una de sus muletillas más descriptivas: o sea. Pese a la etiqueta de niña pija lo cierto es que esta mujer ejerce una extraña fascinación a su alrededor. Es divertida, burbujeante, educadísima y atenta. Pero también humilde y agradecida. Cuando recibió el cheque de 75.000 euros de su premio en MasterChef, destinado a alguna ONG, ella optó por donarlo a Mensajeros de la paz, la asociación fundada
por el padre Ángel. “Fue la Divina Providencia” –dice con su particular
y desenfadada convicción católica– “y ese piquito ayudó al padre Ángel a montar en una iglesia de Roma lo mismo que hizo en Madrid con la de San Antón”, explica. “Se lo había pedido el Papa, para acoger a gente que no tiene nada y allí les dan una comida caliente, pueden ducharse y tienen acceso a wi-fi. Tuve la ocasión de ir a verla y la verdad es que es espectacular”.
Pero su apoyo a causas sociales no se queda ahí. En otras ocasiones ha ejercido como voluntaria en comedores con la Orden de Malta: “Cuando acudes crees que
vas para ayudar, pero en realidad recibes mucho más, porque ves a gente agradecida cuando le sirves un plato de arroz o de alubias. Y yo, que en ocasiones tiendo a pensar que soy el ombligo del mundo… cuando dices ‘qué pena no poder ir a no sé dónde de vacaciones o que no me puedo permitir comprar un bolso’, de repente ves eso y te das cuenta de… Pues de la suerte que tengo y lo bendecida que estoy”.
La influencia y la cultura
Es evidente que Tamara Falcó es una privilegiada. La única hija de Isabel Preysler y el marqués de Griñón es en realidad una más entre ocho hermanos por parte
de ambos progenitores. Pero ella ha sabido sacarle partido a su enrevesado árbol genealógico transitando entre el sofisticado mundo de la moda y la finca de Malpica en Toledo, donde su padre producía algunos de los mejores vinos y aceites de España. “Tuve la suerte de tener un padre que desde pequeña me
llevaba mucho a restaurantes, y que defendía la gastronomía como una parte importantísima de nuestra cultura. Y eso lo viví desde niña”, y recuerda con
detalle la primera vez que probó un borgoña en Arzak, o las excursiones que realizaban al restaurante de Martín Berasategui. “Ésas eran las cosas que nos iban enseñando, sabores y matices. Todo eso va formando una enciclopedia gustativa. Y eso en la cocina me ha ayudado mucho”.
Estos recuerdos le hacen pensar en lo importante que es la formación. De su infancia también recuerda aromas caseros, como las lentejas que tomaba al volver del colegio –“en casa somos muy de pucheros”– mezclados con otros ingredientes de comidas más exóticas “por mi ascendencia asiática”, dice refiriéndose a la familia materna: “Para hacer el pansit –un plato típicamente
filipino– se ponía toyo (como denominan allí a la salsa de soja) y limón”.
Por eso hoy ella defiende la participación de los niños en la cultura gastronómica en cualquier nivel: “Hay quien sostiene que llevar a un niño a un buen restaurante es una tontería, porque no se enteran. Pero es lo contrario, ¡ellos lo absorben todo! Mi hermana lo hace y mi sobrino Alejandro con tres años ya decía: ‘Ossobuco, ¡me encanta!”.
En su memoria gustativa también figura la caza. “Soy de familia de cazadores, aunque yo no cazo”, apunta. Pero buena parte de su infancia transcurría en la finca de los Montes de Toledo donde aprendía junto a su padre a saber lo que era una esparraguera, a distinguir las huellas de jabalí, los bandos de perdices o el vuelo de un águila o un halcón –“mi padre también tuvo un safari y hacían unos espectáculos de aves que había diseñado Félix Rodríguez de la Fuente”–. Todo aquello que “para ella era normal” fueron sus influencias, un valioso legado del que hasta hace muy poco no era consciente. Pero también heredó una curiosidad a prueba de prejuicios: “A mí me encantaban las hamburguesas y un día convencí a mi padre para que me acompañara a un McDonald’s. Para él era una aberración, pero me acompañó. Él, que defendía a muerte la dieta mediterránea y que llamaba al aceite oro líquido… se sentó delante y miró tranquilamente cómo me comía mi hamburguesa sin probar ni un bocado”, relata orgullosa.
Y ahora es ella quien influye. Pero en este punto tampoco le concede mucha importancia. Para Tamara, somos lo que comemos, pero reconoce no seguir ningún dictado a la hora de recomendar lo que le gusta. “Toda esa cultura hoy se traduce en redes”, simplifica. “Todos publicamos fotos de cosas que nos gustan. Pero vale lo mismo un restaurante especial como otro pequeñito que no tiene estrella. Simplemente compartes lo que te apetece. Yo también cojo ideas de un montón de gente. Por ejemplo, Gorak – @gorakelgorila– me hace mucha gracia, y las comilonas que se pega”.
Arte y equilibrio
Tamara también recuerda el momento en que observó la cocina desde una perspectiva diferente. Fue en las cocinas de Paco Roncero donde, al llegar los productos al restaurante, ella contempló aquello como un desfile de moda: “El pescado venía directamente desde la lonja o unas fresas… como no las había visto en mi vida. Me impresionó ver que cada ingrediente estaba perfectamente escogido y esa pulcritud de las cocinas. Pensé que aquello era como la alta costura”. Por eso le divierte haber pasado de recoger setas con su padre en el campo o servir aceite en un stand de MadridFusión siendo niña a ostentar la chaquetilla de chef. “La cocina es un proceso creativo, exactamente igual que la moda. Hay una parte que es funcional y que todos necesitamos, pero luego hay otro nivel. Dabiz Muñoz hace unos platos que parecen arte, como si te comieras un cuadro… pero una cocina más rústica también me parece arte. Que alguien escoja determinados ingredientes y los prepare en una cocina me parece una declaración de amor”.
Y para que los árboles no le impidan ver el bosque, Tamara no pierde de vista uno de sus propósitos en la vida: montar un restaurante. Un proyecto para el que sabe que tendrá que esforzarse más que sus colegas varones. Y no lo dice ella, sino los datos: en un país en el que, históricamente, la cocina ha estado a cargo de las mujeres, de los más de 200 restaurantes con estrella Michelin apenas un 10% recae en manos de mujeres chef. Tamara achaca esta brecha al escaso protagonismo de la mujer en el entorno laboral: “La maternidad es un inconveniente. ¡Si no hace tanto estábamos relegadas a tener hijos y estar en casa!”, advierte.
Pero ella no desestima que se pueda conciliar: “No es imposible, pero supone un esfuerzo doble. Y es que los chefs se marcan jornadas de 14 horas. Eso hace que para muchas mujeres sea una opción difícil y tienen que estar dispuestas a hacer sacrificios, a esforzarse más”. Eso sin contar con otras barreras físicas: “Yo no soy muy alta, y para ver lo que se cuece o mover esas ollas de 14 litros… necesito una banqueta y no tengo la fuerza”. Para eso, sin embargo, sabe que hay soluciones: “Ahí entra el compañerismo. Ningún chef llega a tener una estrella si no tiene un equipazo. Un restaurante es un trabajo en equipo y si hay cosas en las que las mujeres tienen más dificultades, habrá que encontrar un equilibrio”.
Ella también se procura su propio equilibrio. Porque ese aire locuelo que desprende su imagen a veces puede llevar a engaño. La chef y empresaria cuenta
actualmente con 12 contratos vigentes, sin contar con televisión. Además, ha escrito un libro (Las recetas de mi madre, editorial Espasa) y colabora en el programa El hormiguero, de Pablo Motos. “Yo creo que lo fundamental es tener un buen equipo, como pasa en la cocina. Y el mío es fantástico”, dice. Chus Martín y Dácil Romero, sus agentes, encabezan la decena de personas que encajan todas las piezas del tetris empresarial de Tamara que, a la sazón, además compagina
todo esto con su pareja y una vida social activa. Falcó, por contra, asegura que duerme muy bien y que consigue llegar a todo, “corriendo mucho”. Sin embargo, esa falta de tiempo es lo que le impide en estos momentos cocinar lo que le gustaría. “O ir a la compra, aunque creo que la cultura de mercado se está perdiendo”, lamenta”. Lo que no quita para que sepa el precio de un manojo de acelgas: “Debe estar entre uno y dos euros el kilo, ¿no?”, atina.
Ahora, con los 40 cumplidos, tiene claro que algún día montará su negocio, donde quiere “dar muy bien de comer, que parece una obviedad, pero es lo más importante”, reflexiona. Aunque más allá del sueño, su intención es crear algo especial que hable de quién es ella. “Siempre digo que mi madre sería la perfecta
jefa de sala, porque ella de cocina no sabe nada, pero a la hora de recibir… es maravillosa”, bromea con un suspiro. Y después, se pone seria: “Me interesa la cocina de autor. Ese cocinero que con un plato te cuenta quién es, como el bocadillo de calamares de El Celler de Can Roca… Lo que me gustaría es eso, contar una historia”.