Viajemos a una fría noche de 1971. La lluvia arrecia como confeti de escarcha sobre la cabeza de un exhausto conductor de autobús que, al acabar su turno, se dirige al restaurante Shish Mahal, en la Gibson Street de Glasgow, para comer algo. Pide pollo, y el camarero le trae una brocheta de pollo tikka. Nuestro conductor protesta por la ausencia de salsa, presente en todos los platos británicos de la época, y el mesero insta al chef a improvisar una solución. Mr. Ali, el cocinero, agarra una lata de sopa de tomate Campbell’s, le añade yogur y baña con el mejunje la carne, enviándola de vuelta a la mesa. “Dile que es pollo tikka masala”.
Así nació este plato, según se nos ha contado miles de veces, con algunas variaciones. Sin embargo, que haya tantos chefs que se arrogan la paternidad del tikka masala, y otros tantos dueños de restaurantes que juran que el episodio ocurrió en su local, proyecta una sombra de duda sobre la veracidad del mismo. Dudas que se despejaron cuando el historiador gastronómico Peter Grove y el restaurador Iqbal Wahhab, propietario del restaurante indio The Cinnamon Club y director de Tandoor Magazine, confesaron haberse inventado la historia, hartos de que un montón de ávidos periodistas les preguntaran por el origen del pollo tikka masala.
¿Por qué diablos iba a haber sopa Campbell’s en un indio? El hecho también dejaba al descubierto la ignorancia de muchos chefs oportunistas: el presunto invento era en realidad una versión más bien insípida del Murgh Makhani, o Indian Butter Chicken, un plato típico de la región del Punyab, al noroeste de la India, que muy probablemente se serviría ya en Reino Unido en los años 50 (hay quien sostiene que dicho pollo a la mantequilla fue creado por Kundan Lal Gujral, un cocinero indio que para evitar el desperdicio de los restos de pollo tandoori no vendidos, y debido a la falta de refrigeración, les agregaba salsa de tomate con mantequilla y crema para ablandarlos y venderlos al día siguiente).
Así fue como la dieta inglesa empezó a amar la comida india
Durante la posguerra, las cocinas inglesas tenían el encanto de un tanatorio. El aceite de oliva sólo se empleaba para reblandecer los tapones de cerumen del oído, el ajo era un ingrediente ignoto y el pesto era una fórmula de alquimia remota. El menú de los brits pedestres consistía en pescado congelado, guisantes y áridas salchichas blancas. El café era una infusión terrible. En los pubs la cosa no mejoraba sustancialmente: era lo mismo, pero con una ramita de perejil encima. Hasta el puré de patata era por entonces un manjar. El grado de pochez e ignorancia colectivas era tal que las tiendas Tesco se vieron obligadas a añadir una etiqueta al tiramisú envasado explicando en qué consistía.
Bajo esta nada sabrosa superficie se fue gestando una revolución culinaria. Las ciudades británicas habían ido perdiendo población desde el final de la Segunda Guerra Mundial: de 1939 a 1991, Londres perdió dos millones de habitantes. Como consecuencia, la propiedad era barata, y los inmigrantes del sudeste asiático pudieron comprar a buen precio locales y negocios donde establecer sus restaurantes. Cuando a las diez de la noche los pubs cerraban, las curry houses, aún abiertas, ofrecían cerveza barata. La sed, tanto como el hambre, empujaron a los británicos a esos locales, donde se servía comida asequible y saciante adaptada sutilmente al gusto local. Y la anodina dieta inglesa empezó a amar los dos platos emblemáticos de la inmigración hindú: el balti curry y el pollo tikka masala.
No fue de un día para otro. El pionero Hindoostane Coffee House de Londres, abierto por un aventurero, empresario y escritor bengalí a principios del XIX, pretendió satisfacer el gusto nostálgico por la comida india de los empleados repatriados de la Compañía Británica de las Indias Orientales. El gusto por las especias orientales fue de la mano de esa nostalgia. El Imperio británico dejó también su impronta en los recetarios victorianos. En ellos abundan los curries. Abdul, el criado indio de la Reina Victoria, educó el paladar de Su Majestad en el aprecio de éstos, y su repertorio conquistó a la corte. La sopa Mulligatawny o el chutney de mango despegaron en aquellos días.
Con la añoranza colonial vinieron también los flujos migratorios de indios, pakistaníes y bangladesíes, más intensos desde los años sesenta, que a medida que se instalaban abrían restaurantes económicos en los que la comida, a diferencia de la autóctona, sabía a algo. Pese al racismo intrínseco que mortificó a las comunidades del sudeste asiático (‘paki’ era el término peyorativo con que se aludía a esa bolsa de inmigración), y la difusión malintencionada del bulo de que en sus locales se cocinaba carne de perro, su cocina fue ganando adeptos, dando forma a una fusión genuinamente británica.
Quizá para expiar su culpa, no faltan quienes sostienen que el tikka masala es el verdadero plato nacional de Reino Unido, desplazando incluso al fish and chips, y tan inglés como el budín de filete y riñón. Técnicas e ingredientes indios a la medida del paladar nacional: ni seco, ni caliente, pero sí picante y surtido de pollo, que apasiona a los brits. Exótico y convencional al tiempo, se ha postulado como emblema del multiculturalismo incluso por los propios políticos. Es el caso de Robin Cook, secretario de Exteriores, que en 2001 afirmó en un discurso público que el pollo tikka masala era el verdadero plato nacional, no sólo por su popularidad, sino por la manera en que los británicos absorben la influencia exterior.
Lo sea o no, lo cierto es que los británicos son una nación de curryhólicos que ha hecho del tikka masala un plato de culto. Una delicia india cosmopolita que llega al corazón tanto como al estómago.