Hombre culto, vivido y cuyo discurso sugiere lo mucho que tiene por contar, Oscar Tusquets (Barcelona, 1941) se suele definir como arquitecto por formación, diseñador por adaptación, pintor por vocación y escritor por deseo de ganar amigos.
Tusquets es un hombre libre e independiente, que le gusta hablar claro; y uno de los pioneros de la corriente posmoderna y de los máximos representantes del diseño español. Algunas de sus obras están representadas en las colecciones de importantes museos, como el MoMA de Nueva York o el Centre George Pompidou de París.
Tu nuevo libro se titula ‘Vivir no es tan divertido, y envejecer, un coñazo’ (Anagrama). ¿Por qué lo es?
Empecé a escribir el libro antes de la pandemia, pero con lo que ha pasado desde entonces ha adquirido una lógica demoledora. Hay una parte en la que tenía dudas, porque es una autobiografía acelerada y arbitraria que arranca en Barcelona en los 40, y en la que lo primero que digo es que soy un superviviente y que he vivido mucho.
Empieza con un viaje al frente del Somme, que está entre París y Calais, un lugar donde durante la Primera Guerra Mundial hubo un millón de muertos, un viaje que hice con la familia y que fue muy emocionante porque hay unos cementerios llenos de cruces o de lapidas; y en el segundo capítulo hablo de la pandemia, y de por qué saldremos más pobres y más tontos de ella.
También explico por qué es un coñazo envejecer, que la vida es muy corta, y también hablo de los amigos que se han ido. Después, el argumento se va volviendo algo más trascendente, aunque no pretendo que sea un libro triste, con la aceptación de la muerte y de cómo la cultura estadounidense no la acepta de ninguna manera, en comparación a otras, como la mexicana, que por el contrario la tiene siempre presente, o como la española que, con los místicos que ha tenido, debería tener una relación más natural respecto a que nos tenemos que morir y que es la culminación de la vida.
“Mientras podamos seguir disfrutando de un sorbo de Cheteau d’Yquem, una loncha de Joselito y un melocotón de viña”. Ésta es una de las citas que aparecen en el libro.
Si hay un placer que con la edad se conserva es el de comer y beber. Hay otros, como el de ser revolcado por las olas del mar, o el sexual, que a los 80 años ya no son muy recomendables, pero comer y beber es un placer que se conserva, porque no pierdes el gusto, y es un motivo para continuar viviendo.
Ibas para pintor, pero tu padre te aconsejó estudiar algo económicamente más rentable, como la arquitectura…
Hubiera ganado más dinero como pintor, sin duda, pero esto evidencia lo difícil que es dar consejos, porque el mundo ha cambiado mucho. Si decías hace diez años que lo que va a dar dinero de verdad es ser influencer o diseñar videojuegos, la respuesta hubiera sido: “No, sácate un título de arquitecto, que seguro que no te morirás de hambre”. Y eso era así cuando yo acabé la carrera, pero ahora no.
¿La arquitectura te ha dado más satisfacciones o problemas?
Las dos cosas. Es una profesión muy dura. Trabajas con mucha gente, diriges un equipo y haces una obra que vale mucho dinero. Es lo contrario a pintar o escribir, que coges una pluma y haces lo que te da la gana… He vivido momentos muy difíciles, experiencias muy negativas, pero cuando uno hace una obra completa, con libertad, y la ve terminada, como la del Auditorio Alfredo Kraus de Las Palmas de Gran Canaria, que la visitan cientos de miles de personas, da un placer incomparable.
Dicen que cada crisis sanitaria ha provocado cambios en la arquitectura. ¿Estás de acuerdo?
En absoluto. Decir que a partir de esto tenemos que hacer otra arquitectura y otro urbanismo, me parece una de las gilipolleces propias del momento. Me acuerdo de que a un gran arquitecto portugués, Souto de Moura, un periodista le preguntó si con la preocupación ecológica iba a cambiar la arquitectura. Y él le respondió: “La arquitectura buena siempre ha sido ecológica, no hay por tanto que cambiar nada”. Yo estoy de acuerdo.
¿Cómo ves el plan urbanístico del consistorio municipal de Ada Colau en Barcelona, donde vives?
Pésimo. Es un urbanismo oportunista, que ellos llaman táctico o algo así. Lo expliqué en un artículo en La Vanguardia, que se titulaba Traicionando a Cerdà, donde comentaba que el proyecto es de una ciudad cuya gran potencia es ser neutra. Todas las calles son iguales y están orientadas de la misma forma; todas las aceras tienen cinco metros de anchura, todas tienen arbolado, y, por lo tanto, todas pueden absorberlo todo. Especializar las calles es un error urbanístico inconmensurable, pero nuestra alcaldesa odia el automóvil y el turismo, y con la pandemia se está poniendo las botas.
Fuiste uno de los personajes más destacados de la gauche divine, un grupo de intelectuales que provenían en su mayoría de la burguesía y de la clase alta de Barcelona. ¿Cómo recuerdas aquella época?
La recuerdo como una época cultural fascinante, con nostalgia, porque Barcelona tenía en aquel momento una apertura a las nuevas tendencias, a diversas lenguas, a la investigación artística, a la música alternativa… Tuve la suerte de que me cogió con veintipocos años, porque era una época para ser joven, y nos divertimos mucho y dejamos algunas cositas para la historia.
¿Ve alguna conexión entre la cocina de vanguardia y los últimos movimientos arquitectónicos?
Yo he criticado mucho la cocina de vanguardia. Tom Wolfe dijo en La palabra pintada que la filosofía y la idea de la obra es más importante que la obra, que el cuadro es lo de menos, porque lo importante es toda la teoría que sustentaba el cuadro. Pues esto es lo que ha pasado en la gastronomía. Hay cocina conceptual, pero me aburre mucho. Yo me lo pasé muy bien al principio de la nouvelle couisine, cuando la cocina francesa se hizo más ligera y digestiva, pero la vanguardia, el sorprender como valor supremo más que disfrutar, no me ha gustado nunca en ninguna disciplina, y en cocina tampoco.
Eres un hombre viajado. ¿En qué país has comido mejor?
Italia es el país donde mejor se come del mundo, en el sentido de que si estás en una fábrica del extrarradio de una ciudad no hace falta moverse más de 500 metros para encontrar un sitio donde se puede comer maravillosamente bien. Allí se para y se come, porque las mejores ideas nos salen comiendo, y las dibujamos encima de una servilleta de papel.