El 10 de agosto de 2003, el chef español Ferran Adriá ocupaba la portada del Magazine del New York Times bajo el titular «The Nueva Nouvelle Cuisine». El medio más influyente del mundo, acababa así de un plumazo con 400 años de monopolio francés de la alta cocina.
Desde entonces, España no ha dejado de crecer e innovar en el universo culinario, pasando de una cocina de la tradición, a liderar la vanguardia gastronómica internacional, en la que la creatividad ocupa un papel fundamental.
La cocina es, quizá, la disciplina de mayor importancia en cuanto aportación creativa de nuestro país al mundo durante las últimas dos décadas, y seguramente, su principal herencia dentro de otras dos.
Las señas de identidad sobre las que se basa este liderazgo, más allá de coyunturas puntuales, son la valentía, la generosidad, y la libertad. Una libertad que supuso desprenderse de la rigidez de la tradición, y la apertura para los cocineros de un espacio ilimitado para la creatividad en una disciplina, un puzle, como dice Ferran, que, en aquel momento, ofrecía innumerables huecos.
Sí, cocinar también era «eso», podía ser «eso», y «eso» lo cambiaba todo, convirtiéndolo en un nuevo paradigma, en una nueva y revolucionaria manera de entender una profesión, de vivirla, practicarla y enseñarla. También para los comensales, que pasaron de ser clientes a espectadores de un momento histórico, capaces hoy de apreciar propuestas que, en ocasiones, van mucho más allá de sentarse a la mesa a comer, o donde –directamente– comer es lo de menos, la excusa para aprender a ser más creativos desde la boca. Éste es, también, un extraordinario triunfo de los cocineros.
Sería un error pensar en ciertos restaurantes como simples lugares que pretenden convertir el acto de comer en una experiencia. El restaurante, esos restaurantes que usted y yo tenemos en mente, son sólo la representación, la parte más visible y mediática de un trabajo que no siempre vemos. Y que tienen en la creatividad, la investigación, la curiosidad, el compromiso, el juego y la experimentación sus principales ingredientes, lugares que trascienden a eso que llamamos, de una forma simplista –quizá porque aún no hemos logrado encontrar las palabras adecuadas–, experiencia gastronómica.
A mí siempre me ha gustado comer, esas cosas se aprenden en casa, se enseñan en casa, como la educación, la empatía, como el amor por los libros.
Mi visión poco rígida de la creatividad, y mi sed de conocimiento, me llevaron muy pronto a ver la cocina como un lenguaje, uno más. Un cocinero se explica y se expresa con platos y elaboraciones, de la misma manera que otros nos expresamos con palabras, imágenes y canciones.
Cuando era joven, mucho más joven, trabajé para un cocinero, de esos que querían expresarse, hacernos más creativos. Yo le hacía trabajos de diseño, y él me pagaba con reservas en una de sus mesas. Era un magnífico trueque. Me divertía trabajar para él, dar forma, con mis diseños, al universo particular de aquel hombre que amaba su trabajo y que podía ser capaz de hacer felices a los demás.
Tenía dieciséis años, y acudía presto a mi cita con mi mesa, con mi gula y mi curiosidad, a disfrutar de sabores que eran nuevos, de combinaciones que hasta entonces se me hubieran antojado imposibles, técnicas que, quizá, él también aprendió en uno de aquellos talleres intensivos que Ferran hacía en Cala Montjoi.
Quizá él también descubrió allí que cocinar era «eso», podía ser «eso», y que, de la misma forma que las palabras son un vehículo extraordinario para expresar emociones, la sangre de cerdo, los piñones, la canela y el dulzor del caramelo pueden ser capaces de construir un poema, de expresar una idea, de trasladarte a un lugar, cercano o lejano.
Los publicitarios nos autodenominamos a nosotros mismos «creativos», trabajamos en agencias «creativas», en boutiques «creativas» y lideramos equipos «creativos». Nos damos «Premios Nacionales de Creatividad» bajo el amparo de un Club de Creativos, del que sólo formamos parte nosotros.
Cada vez admiro más a los cocineros. Admiro su valentía, su generosidad, su conquista diaria y esforzada de espacios de libertad, su perseverancia, su capacidad para hacernos felices, hacernos olvidar –durante unas horas– los tiempos de zozobra y miedo, su empeño en hacernos más creativos. Y recelo, desconfío, de todos aquellos que se creen tocados por un don, que usurpan y se adueñan de palabras y términos que no les pertenecen, porque son de todos.
Ojalá, algún día, el club de los «creativos», en un ejercicio de coherencia, en el intento de ver más allá de sus ojos, entregue uno de sus premios honoríficos a un cocinero. Sería lo mínimo que podríamos hacer por aquellos que llevan veinte años señalándonos el camino que un día transitamos, y que hoy, por miedo, egoísmo o simple comodidad, hemos abandonado.
Jorge Martínez es un diseñador y creativo publicitario que desarrolla proyectos multidisciplinares con los que ha conseguido numerosos premios y reconocimientos en festivales como El Sol, FIAP, Intercontinental Advertising Cup o Club de Creativos. Uno de sus últimos proyectos es ‘Detrás. Lo que no vemos de lo que vemos’, la película documental en la que está trabajando actualmente y que nos muestra la creatividad que se cuece entre las bambalinas de algunos de los mejores restaurantes del país: Aponiente, Quique Dacosta, Mugaritz, El Celler de Can Roca, Disfrutar o La Cabaña.
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