Eso que aparece en la imagen no es un pez. Ni siquiera una prima fea, más todavía, de la anguila. Tampoco una rara serpiente con morro de brontosaurio. Se trata de una hyperoartia, agnato o, para que nos entendamos, una lamprea, animal prehistórico (400 millones de años lo contemplan) que nace en el río, donde vive durante cuatro o cinco años en estado larvario. Ya adulto, desciende hasta el mar (sin alejarse demasiado del límite fluvial) para reproducirse hasta que regresa a aguas dulces, donde desova y muere. De cuerpo gelatinoso, sin escamas, resbaladizo e inquietante, en realidad, lo más temido de la lamprea es su boca, circular y en forma de ventosa con una lengua que funciona como émbolo asesino: tras hacer el vacío sobre el vientre de su presa (salmones, truchas, mamíferos marinos… casi todo le vale), succiona la sangre al retroceder. Pero la ley del Talión funciona como castigo cuando el bicho llega a las cazuelas, ya que su sangre es la que sirve para cocinarla en su receta más tradicional, a la bordelesa, típica de Aquitania y entendida de manera similar en Galicia, donde también sirve como relleno de empanadas o se ahuma. En el norte de Portugal es el arroz de lampreia el que manda en los fogones tradicionales durante marzo y abril, justo hasta que comienza a cantar el cuco, ese despertar de la primavera referido por Álvaro Cunqueiro. Fue el novelista gallego quien también bautizó al animal como “esa princesa verde” y quien escribió que “acaso por el sabor de la lamprea sepamos el de los besos de la sirenas”. Una manera poética de intentar convencer a los ‘lampreafóbicos’.