En el frente marítimo de Barcelona es difícil comer un plato de arroz por menos de 20 euros. ¡20 euros! Una sola ración, no el contenido al completo del recipiente. Unos 75 gramos de cereal en seco que después de haber sido sometido a una serie de vejaciones –cualquier día la ONU enviará a los cascos azules– ha multiplicado su volumen.
Ha compartido martirio con grasientas costillas, mejillones escuchimizados y otros desventurados productos añadidos, en un ejercicio tumultuario, por un supuesto cocinero que considera aquello un basurero más que el reino de la armonía. ¿Por qué a diario se preparan toneladas de ese comistrajo? Porque el beneficio económico es grande –da uno de los rendimientos más altos de la hostelería– y porque el arroz sigue encendiendo nuestras mentes –una llama amarilla– con una promesa de felicidad. Te dicen ‘arroz’ y en la cabeza estalla el confeti.
Pensad a cámara lenta: un mediodía de domingo sentados ante el mar –la pantalla sobre la que se proyecta la película de los veranos perdidos– o una comida campestre, con la tribu al completo dando vueltas en torno al fuego como sucede desde hace un millón de años. Aparece la rueda de oro, bien sujeta por las dos asas, y la fiesta comienza a girar.
Llegados a este punto de dicha, la pregunta desgarradora: ¿por qué la restauración pública ha pervertido el icono familiar hasta desfigurarlo? Por avaricia. Porque se aprovechan de nuestro estado de ánimo para colarnos una aproximación. Paellas que se parecen tanto a la paella cabal como la carrera de cien metros de un borracho a la de Usain Bolt.
No es paella todo lo que reluce
Dejemos de lado los precocinados y otras barbaridades y centrémonos en los males que dañan a los arroces contemporáneos. El primero: la variedad. Amigo cocinero, arroces hay miles y tu repertorio es tan corto como el de tus posturas amatorias. ¿Solo bomba o carnaroli? ¿Qué listísimo distribuidor convenció a los cocineros de que el carnaroli era óptimo para cualquier necesidad?
Durante años han venteado esa estrella de los risottos como válida para los secos, y demostrado su apego destacándolo en las cartas. Sucede algo parecido con el bomba, con leyendas empobrecedoras que el chef escribe con orgullo: «Todos nuestros arroces se elaboran con bomba«. Pues qué mal. ¿Lo mismo para los caldosos, cremosos, melosos, secos, guarniciones y sushis? Tirón de orejas hasta enrojecer los lóbulos a los fabricantes, que bajo el genérico extra o superior esconden qué hay de verdad en los paquetes.
Pasemos ahora al arroz en cazuela de hierro que provoca digestiones más pesadas que un discurso sobre el estado de la nación. Ante el comensal, una fina superficie con granos tostados, apetecibles, seductores, de una trabajada plástica. Perfecta para la pasarela foodie, inadecuada para el disfrute genuino. Primero, la textura: en el límite del quemado.
El socarrat es otra cosa: una sublimación, no el exceso de cocción. Después, el sabor: caldos potentes más marcas potentes dan tardes agarrados a las garrafas de agua de ocho litros. La sospechosa uniformidad que los emparenta es porque están acabados en el horno. El arroz al horno es un género. Los arroces acabados en el horno son otra cosa, un atajo para liberar fuegos y acelerar los servicios. ¿El resultado? Granos chiclosos.
Después de años vagando entre chapuzas arroceras, un luminoso reencuentro en Valencia. Fue en Casa Carmela, en la playa de la Malvarrosa, un domingo, por supuesto. Comedores a rebosar y esa clase de felicidad de antes de que las cosas sucedan. En medio de la mesa, la paella verdadera, contención de carne y verdura y la concesión de los caracoles. Olor a humo. Espejismo de la infancia.
*Artículo de Pau Arenós publicado originalmente en el nº 31 de TAPAS. Si quieres conseguir números atrasados de la revista, pincha aquí.