¡Tapas! Anda que vosotros también… ¡qué manera de provocar! ¿Hay algo que incite más a compartir que unas buenas tapas, y más ahora que no se puede?
Existe un estudio –que me acabo de inventar– que concluye que una de las cosas que más anhelan los españoles desde el confinamiento es disfrutar de unas buenas tapas con amigos. ¡Normal! Y fíjate que creo que no se les está dando la suficiente importancia (a las tapas, digo), porque sin duda es en torno a ellas donde se gesta la solidaridad que ha florecido estos días en balcones, hospitales y vecindarios.
Los españoles llevamos siglos aprendido a compartir, conversar y hasta discutir y polemizar –algo que se nos da especialmente bien– en los bares y siempre alrededor de las tapas, ese monumento de viandas mezcladas, a veces de forma inverosímil, a las que atacar a golpe de tenedor o, aún mejor (y más nuestro), de palillo… no saben lo que se pierden los guiris con su manía del plato por persona. Cuántas batallas encubiertas por la última tajada, cuántos barquitos de pan navegando en ese mar de la salsa comunitaria, cuántas interrupciones de forzada cortesía…
–Cómete la última croqueta.
–No, hombre, no. Cómetela tú.
¿Y qué me decís del momento cumbre de ser el más rápido en sacar la cartera? Qué maravilla esa picaresca de ganarse al camarero con un gesto cómplice, qué delicia la camaradería en cada ronda…
–Yo pago.
–No, por favor, pago yo.
–Vale, venga. Paga tú. (Siempre tiene que haber algún listo).
El otro día me decía El Gran Wyoming que lo primero que iba a hacer cuando saliera del encierro sería tomarse una caña bien fría. Se imaginaba dos lagrimones cayendo, uno por cada lado (entendí que del vaso de cerveza, no de sus mejillas. Pero, vamos, que también podría ser… él es muy sensible para según qué cosas).
Aunque creo que lo que realmente añoraba no era la caña bien fría, porque al fin y al cabo en casa, con ese truco tan de cuñao como efectivo de meter la jarra en el congelador, podríamos llegar a obtener un efecto parecido. Lo que echaba de menos de verdad, lo que todos echamos de menos realmente ahora, es tener con quién compartirla. Añoramos lo que, en un alarde de literatura de bar, podríamos denominar La tapa humana.
Y que entre ahora una batería de metáforas baratas de redacción de COU, por favor:
–Una ración de carcajadas.
–Media de chascarrillos.
–Dos de chismorreos.
–Llévate esta de marrones, que no nos apetece.
–¡Paco! ¿El debate te ha quedado agrio hoy o es cosa mía?
Creo que esto es lo que ansiaba de verdad El Gran Wyoming y, en definitiva, lo que ansiamos casi todos.
Y mientras esperamos a que vuelva ese Esplendor en la hierba, lo que hacemos para mitigar la demora es cocinar, cocinar como locos, como si fuera esta noche la última vez…
Porque una de las mejores cosas que, a mi juicio, hay en la vida es que regularmente nos veamos obligados a interrumpir cualquier labor para concentrar nuestra atención en la comida con un único objetivo, en mi caso y en el vuestro (por eso estáis leyendo Tapas): gozar.
Me apiado de la gente que se enfrenta a la ingesta de alimentos como el que tiene que hacer la declaración de la renta, sin ilusión, como un coche de carreras que para en boxes.
Muchos de nosotros, los que consideramos los restaurantes y los bares templos del hedonismo, ahora pretendemos sustituir ese vacío con nuestras creaciones gastronómicas de cocineros amateur pero, por lo que sea, no es lo mismo.
Nos hemos venido arriba y estamos cocinando por encima de nuestras posibilidades, sobre todo cuando intentamos imitar a esos chefs poco considerados y algo pretenciosos (por qué no decirlo) que dan por hecho que en casa todo el mundo tiene algas wakame, lichis o cardamomo.
Hemos perdido al miedo y ya somos kamikazes, cocineros principiantes con pretensiones siguiendo una receta sobre la marcha como si un piloto leyera el libro de instrucciones mientras vuela. Eso sí, que se preparen los restaurantes porque se está formando un ejército de clientes híper exigentes. En este confinamiento hemos pasado de preguntar cuál es el grado de calor del aceite para freír un huevo a cuestionarnos si el corte del tomate debe ser tipo brunoise o estilo concasse. Y qué decir del pan, que ya sabemos más de la masa madre que de la famosa madre del cordero.
La única pega que le veo a todo esto es que con el tema de la repostería y ese rollo de hacer magdalenas (¡perdón, muffins!) como si no hubiera un mañana estamos gastando mucha levadura y, como no tengamos suficiente para la cerveza, ahí sí vamos a tener un problema (serio).
Arturo Valls es actor, productor y presentador de televisión –lleva años al frente del concurso ‘¡Ahora caigo!’ en Antena 3– y recientemente protagonizó uno de los virales más locos de la cuarentena desde su cuenta de Twitter (@ArturoValls), donde el valenciano prepara paellas con final inesperado…
Otras opiniones:
- La venganza de la tele en tiempos de coronacoñazo, por César García
- Estado de shock, por Aixa Villagrán
- Tan simples y tan complejos, por Eneko Atxa
- La panadería y la resistencia, por Javier Marca
- Medio mundo se para… y otro medio se activa, por Marta Verona
- Orgulloso de vosotros, por Pepe Solla.
- Diario de la cosa, por Víctor Manuel.
- Y de repente, por Calos Latre.
- Cuando éramos animales, por Diego Guerrero.
- Estos días felices, por Mikel Urmeneta.
- ¿Sueñan los androides con tortillas eléctricas?, por Edu Galán
- La visita, por Albert Adrià.
- Esta revista es tu casa, por Andrés Rodríguez.
- Crónica de un confinamiento, por Silvia Abril.