Este coronavirus se ha encargado de parar de un plumazo toda la actividad humana. Ha saltado calles, barrios, ciudades, países y continentes, utilizándonos como transporte y medio de reproducción. Ha conseguido por primera vez en la historia confinarnos, en una lucha sin cuartel para vencerlo. Y lo vamos a vencer. De eso no cabe la menor duda, sólo tenemos que quedarnos en casa, dejando de ser su transporte y dejándolo que se consuma, sin reproducirse más.
Esta situación tan anómala nos genera tiempo, tiempo de análisis, de reflexión, de convivencia y de dolor, y huyendo de la sobreinformación buscamos algún entretenimiento que además de hacernos más cortas las horas, nos enseñe algo.
Ya es primavera y con sólo mirar por la ventana se puede ver que el virus habrá parado la actividad humana, pero no ha parado la vida.
Estamos en el momento oportuno para gozar de los pequeños detalles que ocurren a nuestro alrededor, el árbol que vemos por la ventana, el parterre del jardín de abajo, la maceta que adorna el alféizar, las plantas de la terraza o aquellas de interior que tenemos junto a los cristales, y disfrutar cada día de los cambios que se producen. Siempre lentos, pero sin pausa y de una belleza sencilla pero inspiradora. Las yemas hinchadas rompen dando un brote que poco a poco va desplegando sus hojitas. Los tallos y las hojas adultas han ido buscando la luz, torciéndose hasta encontrar la máxima energía. La hortensia que la semana pasada era un manojo de palos, ahora está cubierta de nuevas hojas, verdes e intensas. Veo un cerezo en flor por la ventana y los insectos liban ajenos a lo que está ocurriendo. La vida sigue en su máximo esplendor.
He puesto especial interés en las plantas adventicias que habitualmente eliminamos de las macetas sin ni siquiera mirarlas y he descubierto un mundo habitualmente invisible, un montón de pequeñas plántulas que nacen de sus semillas ocupando un espacio en la tierra libre. Unas ortigas que no sé cómo han llegado hasta aquí, un pequeño perejil que seguramente lo ha transportado el viento desde otro tiesto, una plantita de amor de hortelano, aquella que nos tirábamos a la ropa los niños y se quedaba pegada, y algunas otras que no conozco y de las que seguramente sus semillas llegaron con la visita de algún pájaro. Además de la lectura, las charlas familiares y los juegos de mesa, voy a disfrutar observando y clasificando todas las plantitas intrusas que aparecen en las macetas de mi casa.
Por supuesto le queda tiempo a los vinos, estamos reorganizando las botellas coleccionadas durante años y desempolvando recuerdos. Cada una guarda el momento, el lugar y la razón por la que la compramos o nos la regalaron, y en las elaboradas por nosotros están guardadas nuestras vivencias. Cada añada que leo en la etiqueta me viene a la memoria con bastante precisión y, al mismo tiempo, también recuerdo lo que ocurrió aquel año vitícola, los problemas y las soluciones. Pienso en el clima, en el suelo, en las personas que lo han elaborado y me pregunto cómo estará viviendo dentro de la botella. Aparecen algunas que no recordaba que tenía y con sólo verlas me desvelan situaciones olvidadas.
Pienso cómo será la añada 2020, si será capaz de transmitir lo que estamos sufriendo, tanta inquietud y dolor, sobre todo por la salud humana pero también por la de las empresas. Pero la viña sigue su ciclo y ahora las cepas están llorando. Cuando la temperatura del suelo se eleva y el sistema radicular comienza a activarse, el agua y las sales minerales suben y salen en forma de lágrimas por los cortes de los pulgares. Éste es el lloro que cada mes de marzo nos hace disfrutar anunciando que la brotación está próxima.
Este año creo que la viña llora por más cosas. Llora por lo que está ocurriendo y por algún amigo del alma que entre viñas y olivos se ha ido y nunca olvidaremos. Pero el significado sigue siendo el mismo y cuando la viña llora quiere decir que la vida está próxima e irrumpirá con fuerza en una brotación imparable.
Agustín Santolaya es enólogo y director general de Bodegas RODA y Bodegas LA HORRA.
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