Cuando llega a la mesa, piensas en material bélico, en los proyectiles que el ejército del duque de Wellington disparó contra los de Napoleón o en el tubo cilíndrico de un cañón. Bruñido, imponente, majestuoso, y peligroso por su carga calórica; su Excelencia, el Solomillo Wellington, que poco o nada tiene que ver con el general Arthur Wellesley, primer duque de Wellington. Le dio el nombre sin que hubiera prueba de la paternidad.
Como aquellas bombas de las guerras napoleónicas, esta es también una pieza nostálgica que los arqueólogos del paladar desentierran con la ayuda de cocineros cómplices, como César Martín (Lakasa, Madrid) o Enrique Valentí (Solomillo, Barcelona). En toda operación de rescate es importante el estado de conservación del objeto y de si este aún puede generar misterio y atractivo para quien lo contempla. El Wellington es tan difícil de encontrar en la restauración pública que su aparición debería ser saludada con desfiles y fanfarrias y el marchar de los veteranos de la gastronomía, algunos cojos, no por la guerra sino por la gota. Decir Wellington no es decir García, Müller o Smith, decir Wellington es ponerse imperial.
En el comedor del restaurante Solomillo, en Barcelona, Manel Castelló deposita el artefacto. Pesa un kilo y algunos dietistas han fallecido solo con su contemplación. Primero, a modo de preámbulo, he comido cecina y un ‘tartar’ de filete -preparado por Manel- que hubiera consolado a Napoleón tras ser derrotado por Wellington en Waterloo en 1815. El tartar simboliza, como pocas elaboraciones, la crudeza de la guerra: carne machacada y aliñada, la representación desnaturalizada de un cuerpo en el desamparado campo de batalla.
Cuando el maître abre el cofre, lo primero que se aprecian son los estratos y la bonita coloración rosada de la chicha. Un sorprendente estadio de la materia en la que, sirviéndose casi cruda, no lo está en la boca, como se verá a continuación. El momento de la verdad es éste, porque antes, aún cerrado, con la corteza intacta, era solo un objeto superficial, sin saber qué había sucedido en lo profundo. Demos un corte a la historia: hojaldre, duxelle de champiñones, fuagrás y solomillo, éste de vaca frisona, animal con siete años. Efectivamente, como se sospechaba, la carne se deshace como la mantequilla atravesada por la espada del mariscal de campo.
La receta de Enrique Valentí es la que aprendió, siendo cocinero imberbe, en el restaurante madrileño Cabo Mayor. Le parece un plato festivo, pero también privado: “Se tiene que comer en la intimidad”. Lo entiendo, porque es un bocado para paladares adultos, casi de cine XXX. Una glotonería que requiere de reservados.
Se sabe que la ciencia de los hojaldres es antigua y que los franceses llaman filet de boeuf en crôute al noble ataúd. Wellesley fue embajador en Francia entre 1814 y 1815 y pudo haber conocido la elaboración en los días versallescos, pero resulta imposible determinar cuándo el sarcófago de vacuno comenzó a ser nombrado con el título nobiliario del guerrero.
La cocinera norteamericana Julia Child, que prefería el brioche al hojaldre, escribe en el segundo volumen de El arte de la cocina francesa (1970) una afirmación que hay que masticar: “No se sabe a ciencia cierta si fueron los ingleses, los irlandeses o los franceses quienes prepararon el primer solomillo de buey con costra, pero sí estamos seguros de que los franceses jamás lo habrían llamado Wellington”. Ay, Julia, que llega un general gabacho para corregirte: en el Gran libro de cocina de Alain Ducasse (2001) aparece la receta de solomillo de buey al estilo Wellington. Y nadie plantó a Ducasse ante el pelotón de fusilamiento.
En 2017, Jay Rayner, el crítico de The Guardian, arrolló con los cascos de una escritura trepidante al señorial Simpson’s in the Strand, abierto en 1828 y al que Arthur Wellesley podría haber ido a tomar a fumarse un cigarro en el crepúsculo de su vida, cuando la sangre de las botas ya se había secado. A Rayner, el Wellington le pareció “calamitoso” y la masa, “cruda”. ¡Qué humillación! ¡Que le corten la cabeza al cocinero!
El comandante en jefe del Ejército británico tuvo dos hijos, Arthur y Charles, pero fue el bastardo el que llevó el apellido a la posteridad.