Cuando falleció en 1997 a los 84 años, Catherine Scorsese no era ya la mujer anónima, orgullosa esposa y madre italoameriana que había sido durante toda su vida. Una legión de admiradores del cine de su hijo Martin podía reconocerla en cualquier parte gracias a los pequeños pero entrañables papeles que había interpretado en varias de sus películas (o en otras de buenos amigos como Francis Ford Coppola). Y en la mayoría de los casos, aparecía con un delantal y un cucharón en la mano.
Y es que, aunque Martin Scorsese nació (en 1942) en el barrio neoyorquino de Queens, durante toda su vida vivió inmerso en la tradición italiana que sus antepasasdos habían traído consigo desde Sicilia, cuando decidieron poner rumbo a la tierra prometida que suponía la floreciente América de comienzos del siglo XX. Se estima que, entre 1880 y 1920, alrededor cinco millones de italianos llegaron a Estados Unidos, la mayoría procedente del sur del país mediterráneo. Y entre las muchas rutinas, costumbres y ceremonias que se propusieron conservar para no perder la esencia de sus raíces, sin duda fue la cocina el legado que más y mejor apostaron por conservar toda esa generación de inmigrantes europeos. Sentada toda la familia alrededor de la mesa, había momentos, como la comida del domingo, que resultaban sagrados, imprescindibles para conservar esa esencia de los recuerdos de ‘casa’. Lo curioso, por otro lado, es que la dificultad por conseguir en Nueva York muchos de los ingredientes genuinos italianos, terminó dando lugar a una cocina muy particular: la italoamericana. Los espaguetis boloñesa son pura Italia, los espaguetis con albóndigas, sin embargo, nacieron a orillas del East River.
Hija de inmigrantes sicilianos, Catherine Scorsese nació en el barrio de Little Italy, donde conoció a su marido, y trabajó en un negocio de ropa mientras crió a sus dos hijos, Frank y Martin. En este sentido, la señora Scorsese era un ejemplo modélico de mamma italoamericana que procuraba mantener la tradición gastronómica que heredó de sus mayores sin negarse a actualizar o innovar con algunas recetas para adaptarlas
a las nuevas circunstancias. Y toda esa experiencia quedó plasmada, un año antes de su muerte por Alzheimer, en Italoamericanos. El libro de cocina de la familia Scorsese (publicado en España por el sello malagueño Confluencias y con traducción al castellano del poeta Javier Aguado). En esta obra, la señora Sorsese combina un puñado de recetas aprendidas de su madre y su suegra con recuerdos y reflexiones sobre la vida de la comunidad italoamericana en el barrio neoyorquino de Little Italy, hoy básicamente reducido a una calle consumida por el turismo.
El libro, en realidad, es una adaptación de las historias que Catherine Scorsese evocó para su hijo en un documental del mismo nombre. Martin Scorsese rodó aquel corto en 16 milímetros en 1974, con motivo de la celebración del bicentenario de Estados Unidos, y contó con la financiación de la National Endowment of the Humanities. El objetivo del metraje, captado entre la cocina y el salón del humilde apartamento familiar, era rastrear la herencia cultural y gastronómica italiana en Estados Unidos a partir de los recuerdos de los propios padres del cineasta.
“Desde mis primeros cortos había siempre escenas donde se cocinaba”, declaró en una ocasión Martin Scorsese cuando le preguntaron por este trabajo (disponible en YouTube). Y es cierto que resulta difícil encontrar una película de este director en la que los protagonistas no compartan uno o varios encuentros alrededor de una mesa, casi siempre bien provista de típicos platos italoamericanos.
Consejos de celuloide
En la primera obra maestra de Scorsese, Taxi driver, encontramos uno de los lugares comunes de su filmografía: los diners, bares y restaurantes extravagantes como escenarios que convierten el acto de comer y beber en un elemento más de la configuración de los personajes. En el caso de la película de 1976, en la que el taxista Travis Bickle (Robert De Niro), protagonista de la historia, expone ciertos recelos sobre la joven de la que está enamorado al observar que Betsy (Cybill Shepherd) no hace mucho caso sobre su recomendación para comer el pastel de manzana: con un poco de queso fundido. Y aunque a algunos espectadores les parezca una guarrería digna de la perturbada mente de Travis, se trata en realidad de una costumbre bastante común en determinadas zonas del sur estadounidense. A ella pareció darle bastante igual y Travis lo anotó en su diario: “26 de mayo, cuatro de la tarde. Llevé a Betsy al Charles Coffee Shop, en Columbus Circle. Tomé café solo y tarta de manzana con una hoja de queso fundido. Creo que fue una buena elección. Betsy prefirió café y ensalada de fruta. Podía haber pedido lo que hubiese querido”.
Pero el auténtico recital gastro-cinematográfico de Martin Scorsese llegó en 1990 con Uno de los nuestros, donde la propia Catherine Scorsese no solo interpretaba
a la madre de uno de los protagonistas (Joe Pesci), sino que también ejerció de asesora culinaria de la cinta y cocinaba, además, entre tomas para el equipo principal (a Robert de Niro, al parecer, le chiflaban las pizzas de mamma Scorsese). Ella participa, de hecho, en una de las escenas más recordadas de la película, cuando su hijo y sus amigos se presentan en su casa a medianoche en busca de un cuchillo. Ella no sabe que es para descuartizar a un hombre, pero sí intuye que los ‘chicos’ deben de tener hambre, así que se ajusta el mandil sobre la bata y les prepara un auténtico festín, que todos disfrutan entre risas y anécdotas mientras la víctima se retuerce y patalea en el maletero del coche.
Esa escena entronca de algún modo con aquel legendario “Deja el arma, coge los cannoli” que el caporegime de don Corleone, Peter Clemenza, le ordena a uno de sus ‘soldados’ instantes después de haber ejecutado a un hombre. Cambiar el arma por ese postre tradicional italiano, encargo de su mujer, supone la más salvaje y sorprendente normalización de la violencia en el seno de la familia, representada ésta a través de la gastronomía. Del mismo modo, en el caso de la cinta Scorsese, los personajes aceptan con normalidad la apetitosa cena materna como descanso previo a la ejecución.
También a Uno de los nuestros pertenece la escena de los capos mafiosos cocinando en prisión (uno de ellos interpretado por Charles Scorsese, orgulloso padre del cineasta). Por un lado, disponer de un amplio y exquisito surtido de ingredientes –langostas incluidas– es la manera escogida por el director para demostrar que los mafiosos siguen siendo poderosos en prisión. Por otro, nos muestra al capo de la familia, Paul Cicero (Paul Sorvino), volcando toda su atención en la que para él es, en ese momento, su mayor prioridad: cortar el ajo muy fino, ayudándose de una cuchilla de afeitar, para que así se deshaga por completo durante la cocción.
También recurre Scorsese al ambiente de las escenas gastronómicas para reflejar la evolución del drama del protagonista, Henry Hill (Ray Liotta). Si al comienzo
de la película, cuando es aceptado en ‘la familia’ de Cicero, disfruta de un alegre picnic al aire libre, donde todo son risas, salchichas y cervezas, rodado todo a un ritmo tranquilo, el último festín de la película hace gala de un ritmo frenético, con una planificación que es pura adrenalina. En esos minutos seguimos a Henry mientras prepara una entrega de cocaína en casa de su amante al tiempo que va y viene a su hogar familiar en el que tiene en el fuego unas albóndigas en salsa de tomate para la sacrosanta cena del domingo. Una vez más, muerte y cocina, crimen y familia, esta vez combinados de manera casi esquizofrénica (reflejo del estado mental del personaje). La eterna redención inconclusa.
De manera más sutil, el director italoamericano también recurre a veces a la comida para dibujar a sus personajes, bien como apoyo, bien como contrapunto del carácter que quiera reflejar. Por ejemplo, en El cabo del miedo, Robert de Niro convierte una siempre alegre y luminosa heladería en un oscuro rincón de paranoia y manipulación. Tiempo después, en Infiltrados (2006), tenemos una idea de la personalidad excesiva y violenta del mafioso encarnado por Jack Nicholson por su manera de enfrentarse a un festín de langostas. Dos años atrás, en El aviador, el Howard Hughes de Leonardo DiCaprio trataba de impresionar a Katherine Hepburn empleando un trozo de pan para describir las virtudes de su modelo de aeroplano.
La taberna de ‘El Irlandés’
Pero no son solo las escenas de banquetes familiares las que han marcado el cine de Scorsese. Ya decíamos que los bares, diners y restaurantes cobran en según qué películas una gran relevancia más allá de ser meros puntos de encuentro entre personajes. De hecho, ha llegado a circular un chiste al respecto: “Si en una película de Scorsese Robert de Niro entra en un diner, prepárate para ver un muerto”. Así ocurría en Uno de los nuestros y sobre todo en Casino (1995). Anécdotas aparte, podemos rastrear locales carismáticos desde el comienzo de la carrera de Scorsese, y en varias de sus cintas incluso adquieren el carácter casi de un personaje más.
De hecho, un local carismático fue el protagonista de la primera escena que se hizo pública, hace ya varios meses, de El Irlandés, la nueva película de Martin Scorsese que llega a mediados de noviembre a las salas y a finales a la cuenta de Netflix. Esta plataforma terminó financiando la ambiciosa película después de que Paramount decidiera retirarse cuando el presupuesto presentado por el cineasta superó los cien millones de dólares. Al final ha quedado en 150 millones y casi cuatro horas de metraje. Y cuentan los que ya han tenido ocasión de verla en un par de festivales que es algo más que la mejor película de Scorsese en una década larga: es, al parecer, una obra maestra.
El Irlandés sigue los pasos del sicario Frank Sheeran a lo largo de más de medio siglo de historia estadounidense, y su relación con el capo mafioso Russell Bufalino y el líder sindicalista –y no menos mafioso– Jimmy Hoffa. “Me han dicho que pintas casas” es la frase que titula el libro de Charles Brandt, en el que se basa el guion de Steven Zaillian, con el que Hoffa saludó a Sheeran en su primera conversación; un eufemismo en realidad, en referencia a cómo quedaban salpicadas de sangre las paredes cuando ejecutaba a alguien. Más intimista y contenido que nunca en esta ocasión, Scorsese no solo narra los negocios y conflictos de estos elementos criminales, sino que aborda también sus lazos familiares y sentimentales. Así que es de suponer que alguna que otra cena de domingo caerá también en esta película.
Lo que ya hemos conocido, como apuntábamos, gracias al jugoso trailer, es uno de los lugares de encuentro de los protagonistas. Se trata del Colandrea New Corner Restaurant, una pizzería tradicional que abrió sus puertas en 1936, en el 7201 de la Octava Avenida (esquina con la 72) de Brooklyn, y que hoy igual que hace cincuenta años, era uno de los enclaves más queridos por los vecinos de Dyker Heights. Si Scorsese suele ser meticuloso con los detalles, en el caso de El Irlandés, en la que el irremisible paso del tiempo es sin duda el leit motiv de la obra, ha buscado con esmero reflejar con respeto y precisión una época ya pasada, hoy teñida de nostalgia, de la que muchos atesoran aún buenos recuerdos alrededor de la mesa.
*Artículo publicado originariamente en TAPAS nº 48, noviembre 2019.
**Puedes comprar números antiguos de TAPAS en nuestra tienda.