Intenta escaparse a caminar con Txistorra siempre que puede en sus escasos días libres. Después, Josean Alija (1978) sigue su jornada con «el chiquiteo porque me encuentro a gente feliz». Autor de una delicada y personalísima cocina, es directo, cabezota, perfeccionista y muy bilbaíno. Y uno de los mejores cocineros de la hornada española de los últimos veinte años, algo que podría medirse por el puesto número 32 del mundo adjudicado a Nerua, su restaurante en Guggenheim Bilbao, por la lista The World’s 50 Best Restaurants y, sobre todo, avalarse por el respeto ganado entre exigentes gastrónomos que conforman su clientela.
«Hay días que me levanto y todavía tengo dudas de si soy cocinero o si he hecho lo que quería hacer. No sé si lo he conseguido, pero me agarro a esa ilusión de seguir trabajando con mi manera de entender la gastronomía, ser fiel a mis valores y tener la capacidad de involucrar a personas que te siguen», argumenta. «Cada año estoy mejor conmigo porque sé un poquito más de la vida. Si el año pasado tenía tres prejuicios, ahora tengo uno y ya no me corto ni con cristales».
Cocinero por accidente
Hablamos con Alija a su paso por Madrid para participar en la presentación de Bilbao Food Capital, evento que se ha celebrado semanas después, a finales de noviembre, y que añade otra vara de medir: fuera de casa, el cocinero y tres personas de su equipo son capaces de replicar la delicada, sabrosa y personal cocina de Nerua en el centro de Madrid. De paso, toca contar su vida, que resume recurriendo a la palabra ‘accidente’ para describir diferentes hechos de su biografía. «Soy cocinero por accidente», dice Alija.
Con 14 años avisó en casa sobre sus intenciones de ser cocinero; su familia aceptó, pero previa pragmática intervención de su padre. «Mi aita ha sido siempre una persona muy seria que hace preguntas muy concretas y las responde igual. Me dijo que si eso era cierto y si iba en serio. En aquellos años, ir a un restaurante era algo excepcional para una celebración, no es como hoy. En casa ya había una figura que cocinaba y alimentaba a la familia, y era la abuela, que trabajaba duro para convertir nuestro tiempo de comida en felicidad y para hacer lo que mejor sabía. Por eso soy cocinero, porque siempre he entendido que un cocinero trabaja para hacer felices a las personas», confiesa Alija.
«En casa no me entendieron, pero me dijeron que me iban a ayudar desde la confianza. Mi aita cogió el 600, tiró a la Escuela de Hostelería de Leioa, habló con el director, me matriculó y ahí empezó todo, un discurso en el que te encuentras con personas que me ayudan a seguir en los momentos más difíciles, que te dan paz y que me han hablado claro, que es algo que agradezco», recuerda.
A la vez, arranca el constante afán del vasco por aprender. «Hoy, ser cocinero es glamour. Pero cuando empecé en la profesión, era un momento duro en el que se pensaba que eras cocinero porque no valías para nada. Yo estudiaba y trabajaba; empecé a formarme y me di cuenta de que tenía mucho que aprender; la profesión me seduce, me alimenta, y me termino enamorando de todo esto de una manera loca». A finales de 1998, Alija se pasó a saludar por el Guggenheim; allí, el grupo de Martín Berasategui (en cuyo restaurante de Lasarte había trabajado), y en concreto, Andoni Luis Aduriz y Bixente Arrieta, estaban arrancando el proyecto de la oferta gastronómica. «Les conocía, me pasé a saludar y me quedé a trabajar».
Alija no es un cocinero al uso. El repaso de su vida y personalidad no es una elocuente enumeración de sus maravillosas capacidades. La suya es una historia dura, casi milagro. «En la vida no hay que tener miedo y hay que echarle huevos, porque he pasado momentos muy muy muy jodidos», sentencia como avance. Entonces, dispara.
Una historia nada fácil
Cuando un joven Alija estaba tejiendo su estilo en Guggenheim Bilbao, tuvo un terrible accidente de tráfico. «Cuando, con 19 o 20 años [año 2000], era jefe de cocina con mucha gente a mi cargo y teniendo éxito, ocurre algo que me jode la vida». Una tarde, camino a encontrarme con unos amigos en Sopelana, tiene un accidente de moto: «muy duro. Recuerdo todo el proceso hasta llegar al hospital; mi vida empezaba a estar en peligro; es el peor regalo que le he hecho a mi familia y a mi entorno». Estuvo en coma 21 días; cuando despertó, a su familia no le dieron ninguna esperanza de mejoría. Pero hubo unas operaciones hasta la recuperación.
«Parecía positivo, pero no; ahí empiezan todos los problemas». Pide el alta voluntaria «por una cuestión emocional, con la condición de que cada mañana iría al hospital. El primer día, al salir del hospital, me quería morir. Lo pasé tan mal que entendí por qué el médico no quería que saliera del hospital. Pero yo necesitaba respirar, ver la luz del sol y enfrentarme a mí mismo, porque emocionalmente estaba destruido, aparte de físicamente». Vuelve a Guggenheim: «Necesitaba ir allí como un elemento nutritivo».
Entonces le llegó una carta de Lo Mejor de la Gastronomía, el primer y entonces único congreso gastronómico en aquel momento, impulsado por el periodista Rafael García Santos. Convocaban el concurso de Mejor Chef Joven. «Era motivador; me apunté de la noche a la mañana, hecho polvo con 40 kilos, la cabeza vendada y más cosidas que ni recuerdo; quedé finalista. Voy, guiso y gano. Era el lanzamiento al mundo profesional; significó tanto como volver a ser cocinero y recuperar mi energía. No era por el premio, era por volver a nacer».
A los pocos días acude a su visita obligatoria al hospital. Los médicos le echan la bronca por haberse presentado al premio. «Les dije que tenían que entender que necesitaba motivarme; algo así era una motivación clave para la recuperación. También les digo que he detectado un problema que me lleva persiguiendo: a veces, encuentro olores y sabores, pero también tengo lagunas; no huelo y no tengo gusto; no sé qué hacer. Tras el accidente, con la cabeza rota por cuatro lados, era milagroso que estuviera vivo; pero había perdido un 80-90% de los sentidos del gusto y del olfato. No olía un roquefort ni teniéndolo al lado».
Había tratamientos con efectos secundarios, así que la única opción era «volver a nacer, pero ya había nacido hacía dos meses, ¿cómo no iba a volver a nacer? Por eso, digo que hay que echarle huevos a la vida».
Su renacimiento consistió en reaprender los gustos perdidos, el sabor y el olfato, «para volver a encontrar el placer de comer y disfrutar. ¿Sabes qué te cambia eso? Que cuando comes, la gozas, sabes lo que es comer colores o texturas y poder morir en el intento». Empezó prueba-error «con todo el alfabeto de productos. Si antes era algo innato analizar las cosas casi sin darme cuenta, lo desarrollé más y conseguí tener paladar y nariz muy ágiles y despiertos», cuenta. «Seguí trabajando en Guggenheim, pero no dije nada a nadie sobre lo que me ocurría hasta que superé el problema. Entonces hice dos comidas, una con colegas y otras con familia; fliparon y casi me dan de hostias. Era muy emocional. En una enfermedad, sufres por la salud física, pero también por la emocional. Si no hubiera recuperado la parte emocional, podría haber terminado sirviendo gasolina o lo que fuera, pero, sobre todo, habría perdido lo que deseaba ser».
La cocina de Nerua
Gracias a su perseverancia, la gastronomía española no se perdió a Josean Alija. Al revés, aquel joven al frente de la oferta gastronómica de Guggenheim Bilbao destacaba y mucho, en un momento en que el ‘efecto Bulli’ y congresos como Lo Mejor de la Gastronomía estaban fraguando un auténtico boom de la cocina made in Spain. «Rafael García Santos potenciaba talentos a su manera, pero nos sacó de la zona de confort. Le debemos mucho», opina el chef de Nerua.
Seguramente era difícil augurar el futuro loco que aguardaba al universo culinario. «Era una época en la que éramos puramente pasionales, sin tanta visibilidad mediática. Queríamos ser cocineros por voluntad y porque nos gustaba; hoy hay gente que quiere ser cocinero por glamour y se olvidan de que nosotros, para llegar a donde hemos llegado, hemos tenido que trabajar mucho y nos hemos tenido que ganar el reconocimiento».
Desde ‘aquellos maravillosos años’ hasta hoy, hay varios puntos de inflexión en la carrera de Alija. El chef fija en 2003 el nacimiento de su cocina, de «la cocina de Nerua, aunque aún no existiera ese restaurante con ese nombre. Es la cocina sustancial, radical, de riesgo, de locura; entre 2002-2003 y 2009 asentamos muchas ideas que dan lugar a esa alma, esa familia, que es Nerua». En aquel momento, el restaurante de Guggenheim Bilbao funcionaba bajo la gestión de Grupo Martín Berasategui y la dirección de Alija. Parte de este grupo se escindió para crear IXO Grupo con socios como Andoni Luis Aduriz (Mugaritz), Bixente Arrieta y el propio Alija, que en 2011 creó un espacio nuevo dentro del museo bilbaíno para su oferta de alta cocina (su propuesta casual es Bistró Guggenheim, en Bilbao).
«En Nerua tengo la oportunidad de hacer las cosas como las entiendo a partir de un aprendizaje, no bajo una ilusión. El enclave anterior me permitió un aprendizaje personal que es muy valioso para desarrollar una cocina muy auténtica y llevarla después a un escenario donde fluye», argumenta Alija, que recibe al cliente desde la cocina que se ubica en la entrada de Nerua antes de darle paso al comedor, con vistas a la ría. «Nerua es fluidez, es Nervión, es el río, es esa agua donde parece que nunca pasa nada, pero ocurren cosas; son nubes, sueños, realidades; ahí nacen las claves de un proceso creativo que veníamos desarrollando desde 2003 y que conceptualizamos con la palabra en euskera muina o núcleo o esencia, los valores que nos hacen ser diferentes y el sueño de conquista de querer seguir haciendo cosas; es nuestra mentalidad, misión y manera de interpretar».
Una persona parece clave en su trayectoria. «Bixente Arrieta, con el que comparto proyecto en Guggenheim Bilbao; desde su óptica, ha ayudado a dar forma a todo lo que estamos haciendo; entiende el proyecto mejor que nadie. Me respeta, me comprende y me apoya. Me da libertad sin cuestionarme. La confianza en cualquier proyecto es energía y fluidez. Y eso Bixente lo ha entendido. Si no, sería imposible sacar adelante un proyecto tan gordo como este».
Además, se apoya en un equipo de 35 personas, con piezas clave como Stefania Giordano (jefa de sala) e Ismael Álvarez (sumiller). Atienden un comedor de 40-50 plazas. «Nerua es un puzle que implica a personas capaces de entender y soñar lo que hacemos».
Nerua 2019
La propuesta actual de Nerua Guggenheim Bilbao se basa en cuatro menús degustación (85, 115, 148 y 170 euros). Ostra, yema de huevo y crocante de arroz; quisquillas, coliflor y salsas de sus huevas; raya en salsa vizcaína; alubias de Gernika, tuétano de vaca y piparras; y oreja de cerdo rebozada con puré de garbanzos y chile y pastel de limón, almendra, miel y romero son parte de su colección de platos 2019. ¿Es el Nerua que quiere Alija? «Tengo claro lo que quiero y lo que me gusta; después de tanto tiempo he construido una clientela que me ayuda a llegar a ello. Mientras la clientela responda, el equipo se divierta y yo venga motivado, estoy feliz porque creativamente tenemos mecha para rato», sostiene.
En el balance de Nerua en 2019, aparte de una única e insuficiente estrella Michelin, está en el puesto 32 en la lista 50 Best, frente al 57 del pasado año. Nerua es uno de los siete negocios españoles en el Top 50 mundial. «No sé por qué estamos en 50 Best. Es como un regalo, una oportunidad. Llevaba unos años entre los 100 y, de repente, nos pegan un salto. Estamos aprendiendo a ver lo que eso significa», razona. «Lo raro es que nos lleguen reconocimientos. Solo soy cocinero, trabajo en convertir los platos en sabor y felicidad para las personas. He invertido mi tiempo y mi vida en esto. Estamos en un momento en el que un restaurante que llega a tener diez años es un éxito absoluto. Más allá de los reconocimientos, mis avales son los clientes y la dureza del día a día; y las personas de mi equipo son el valor humano».
En sus ratos libres, le gusta todo lo que tenga que ver con la creación: «El teatro, ver una película en casa con una botella de vino en una mano y jamón en la otra, respirar al aire libre y viajar, porque me permite aprender, escuchar, abstraerme de lo que soy y dejo de ser y no tenerle miedo».
Esta es su declinación: «Si buscas despensa, vete a México; para interpretación de una buena despensa y buen fine dining, Perú; para supervivencia de un patrimonio, Argentina; para no entender nada y ser cabezón como somos los vascos, Japón; para dulzura y gusto, Italia; para dificultades en conseguir un producto a solo 10 kilómetros, Brasil o Colombia. El mundo está lleno de lugares mágicos y de personas con inquietudes que lo hacen singular».
Por cierto, Alija es aficionado al heavy metal, lo que en parte tiene que ver con que le llamen ‘Jevi’. Un día, también le llamaron, en una ocurrente confusión, ‘Jeison Elija’. Es justo ‘Jeison’, especie de alter ego del chef, quien cocina en el txoko, «un lugar en el que no hay engaños, trabajas sin ninguna contraprestación; nadie me critica, ni me pide; y todo el mundo se lo pasa pipa. Me gusta cocinar en txokos para golfos, delincuentes y pervertidos. Un txoko es el purgatorio de los cocineros», concluye.
*Artículo publicado originariamente en TAPAS nº49, diciembre 2019
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