Strengelbach, una pequeña localidad al oeste de Zurich, 1976. Allí comienza nuestra historia. En realidad, arranca algo después, cuando nuestro protagonista, Daniel Humm, tiene ya seis, siete años, y empieza a ser consciente de todo lo que supone la experiencia de la cocina. Le gusta acompañar a su madre al mercado. La observa, con esa silenciosa magia de la mirada infantil, dedicar el tiempo que sea menester a estudiar y escoger los mejores productos en los mercados locales mientras habla con los tenderos (proveedores, los llamará él). Más tarde, en casa, se deja llevar por los olores, por los sonidos, por las combinaciones de esos productos recién comprados que ella lleva a cabo para preparar cada guiso, cada plato, como si de un viejo rito de alquimia se tratase. Pero sobre todo le llama la atención que todo ese proceso de selección, trato y elaboración del producto concluye en un ceremonial diario que convoca alrededor de la mesa a toda la familia. “¿Así que esto es cocinar, eh?”, se dice.
Poco después, a los diez años, su padre, que espera que el pequeño Daniel sea arquitecto como él, comete el error de llevarlo al restaurante de Frédy Girardet, uno de los mejores del mundo en esos días. Comen en la mesa de la cocina, y el niño queda fascinado por la energía creativa que siente a su alrededor. Aquellos platos no tienen nada que ver con las recetas de su madre. Y sin embargo, en todos late la misma pasión por satisfacer y el mismo respeto por el producto.
Así que la semilla ya está sembrada, y a los 14 años Daniel decide que lo de la arquitectura nunca será lo suyo, y que quiere pasar la vida entre fogones y puestos de mercados. Con esa edad deja la escuela y comienza a formarse como chef, para curtirse luego en las cocinas de algunos de los mejores restaurantes de Europa. Tiene solo 24 años cuando consigue su primera estrella Michelin desde la cocina de Gasthaus zum Gupf, en los Alpes suizos. “Nunca he mirado atrás, siempre he ido aprendiendo, y creo que lo más interesante es que siento que no he descubierto realmente quién soy como chef hasta hace unos pocos años”, nos cuenta Daniel Humm, aquel muchacho entusiasta y virtuoso, hoy con 42 años, entre cuyos planes inmediatos no estaba liderar el mejor restaurante del mundo.
EL TERCER HOMBRE
Flashback hasta 1956, en la ciudad de St. Louis, Missouri. Allí nace Danny Meyer, un muchacho inquieto que va a pasar de estudiar ciencias políticas a recorrer Europa empapándose de referencias gastronómicas para acabar como responsable de cocina del área de Chicago en la campaña presidencial de 1980 del independiente John Anderson. Unos años después, a los 27, Meyer funda en Manhattan el Union Square Cafe, y focaliza toda su pasión en entender y satisfacer las necesidades de los clientes. Como fruto de esa experiencia nacerá el Square Cafe Hospitality Group, uno de los conglomerados gastronómicos más potentes e influyentes de Nueva York. Entre los muchos negocios que pone en marcha (Grammercy Tavern, The Modern, Blue Smoke…) en 2001 abre Shake Shack, cadena de hamburgueserías ya legendaria que arranca como un sencillo puesto de perritos calientes y limonadas –perdón, carrito; no sería un quiosco estable hasta 2004– en Madison Square Park.
Esta popular propuesta entre los visitantes del parque, junto al icónico edificio Flatiron, es en realidad un reclamo para intentar atraer público al Eleven Madison Park, un negocio abierto en aquella misma plaza en 1998 con alma de brasserie y que no termina de despegar. El olfato comercial le dice a Meyer que el Eleven necesita un cambio radical, y en esas anda cuando un día conoce, en el puesto de perritos y hamburguesas, a Daniel Humm.
Estamos en 2006, Daniel tiene 30 años y ha llegado a la Gran Manzana procedente de San Francisco, donde desembarcó en 2003 para probar suerte con el sueño americano. Meyer y él se entienden, pero Daniel pone una condición para hacerse cargo del restaurante –localizado en el rascacielos de 30 plantas Metropolitan Life North Buldeng; irónicamente, en la planta baja–: quiere desentenderse de la gestión, por lo que necesita un general manager con el que poder trabajar codo con codo. Y así entra en escena Will Guidara.
“Me siento muy afortunado de tener a Will como socio, pero sobre todo como amigo. Creo que el secreto de nuestro éxito está en que ambos tenemos el máximo respeto por lo que hace el otro, valoramos la experiencia que cada uno pone sobre la mesa y no tenemos miedo de mantener un diálogo abierto si pensamos diferente sobre algún aspecto. La confianza es el pilar básico de todo. Creemos que es fundamental la colaboración entre la cocina y la sala, y sabemos que todo debe empezar por nosotros”. Esa filosofía no está mal, de hecho, ha llevado a Will y Daniel a gozar de un éxito que les ha valido el apodo de ‘la power couple de Nueva York’. Porque no es solo el Eleven Madison Park: ambos estaban empezando a entenderse allí cuando Meyer les ofreció la gestión del restaurante del NoMad Hotel. La pareja contraofertó: aceptaban la gestión del Nomad si les vendía el Eleven. Al final, con apoyo de un inversor, los jóvenes terminaron quedándose con los dos negocios en 2010. Ese fue el pilar de Make it Nice, el grupo de restauración que han creado juntos y que cuenta ya con varios negocios en marcha en Nueva York y Los Angeles, además de algún que otro sugerente proyecto para un futuro inmediato.
LA PASIÓN IMPRESCINDIBLE
“Cuando comencé a cocinar siempre trabajaba para ver cómo podía completar un plato, qué elementos podía añadir –otra salsa, otro ingrediente, otra técnica…–, como una forma de mostrar mi maestría y mi dominio de las técnicas culinarias. Pero conforme he ido creciendo y encontrando mi propio camino como chef, me he dado cuenta de que actualmente es la simplicidad lo que demuestra maestría. Cuando hay menos en el plato, la intención y el propósito de cada componente es mucho más importante: al tener menos para trabajar, cada decisión cobra mucha más relevancia. En Eleven Madison Park hemos creado un lenguaje para expresar esa filosofía: cada plato debe ser creativo, con intención, delicioso y hermoso”.
Daniel Humm habla de su forma de entender la cocina con la pasión y la certeza con la que un físico nos explicaría los inescrutables secretos de un agujero negro. No en vano señala la pasión por el arte de cocinar como la cualidad más importante de la que debe hacer gala cualquier cocinero: “Ser un chef no es una elección profesional sencilla, puede ser física y mentalmente agotador, pero si sientes verdadera pasión por ese trabajo, si puedes encontrar placer en la repetición hasta la perfección y en trabajar los pequeños detalles, eso te acaba guiando”.
Algunos han definido Eleven Madison Park como “el restaurante en constante cambio”, y escuchar a Daniel Humm hablar sobre sus concepciones gastronómicas no hace sino subrayar esa percepción sobre un restaurante en el que trabajan 160 personas para servir un único menú que ronda los 260 euros a no más de 90 comensales. “En nuestra cocina hay mucha intensidad y mucha concentración. Todo el equipo está siempre increíblemente dedicado a su trabajo, apasionado por lo que hace. Pero también nos gusta que haya algo de diversión en ese proceso”, explica el chef. Profundizando un poco más, Humm define el Eleven Madison Park como un restaurante creado “con la idea de que la cocina y la sala deben tener el mismo peso. Nuestra cultura es que solo tengamos una raíz, una base, sobre la que haya colaboración y trabajo en equipo. Y entendemos que para poder ofrecer la mejor experiencia a nuestros clientes cada noche, la comida debe ser deliciosa y la hospitalidad debe resultar impecable y genuina. También es un restaurante que no habría sido como es de no haber estado evolucionando, cambiando y luchando por la perfección”.
BOCADOS DE NUEVA YORK
El menú que sirven actualmente en Eleven Madison Park consta de ocho a diez platos que ponen de manifiesto lo mejor de la temporada y de los sabores de Nueva York. “Nuestros menús cambian cuatro veces al año, con cada temporada. Por ejemplo, algunos de los ingredientes que empleamos actualmente son setas, foie gras, venado, vieiras, chirivías, puerros…”. La comentada apuesta por un minimalismo gastronómico se traduce en el protagonismo absoluto del producto. Cada plato se compone de una serie de ingredientes cuya mínima alteración lo convertiría –o así debería ocurrir– en una creación diferente. Cada elección debe tener un sentido, o el conjunto se desmorona conceptualmente. Y lo que a muchos puede sorprender es que en esa elección de la materia prima, juega un papel crucial la ciudad de Nueva York. Desterremos de nuestra mente los hot dogs, los pretzels y demás tópicos (o casi); parece que la ciudad que nunca duerme es mucho más que una gran manzana.
“Nueva York es una ciudad especial, con su diversidad de personas, culturas y cocinas”, escribía Daniel Humm recientemente para una publicación especializada: “En Eleven Madison Park conducimos a nuestros comensales por la esencia de Nueva York, no usando palabras o imágenes como Paul Auster o Woody Allen, sino combinando los ingredientes y la historia que ha nacido aquí para traerlos a la mesa. Un género entero de comida ha llegado a ser fortuito para Nueva York; la crema de huevo, carnes delicatessen, pescado ahumado, patatas fritas o almejas al vapor son solo algunos de ellos Estos platos cuentan una historia de cultura inmigrante, una historia que todos conocemos y amamos. Pero, si miramos de cerca, nos cuentan también la historia de Nueva York como centro de agricultura y la influencia que esta tiene en muchos chefs y restaurantes que terminaron creando escuela”. Suizo de origen y triunfador en Estados Unidos, Humm se define en este sentido como un cocinero multicultural, cuya aproximación a la comida se nutre de sus diversas experiencias: “Mi respeto por los ingredientes y mi pasión por la cocina comienzan en Suiza, mi formación y toma de conciencia culinaria se asientan en varias culturas europeas, y finalmente, mi cocina está muy influenciada por los sabores de temporada de las ciudades en las que tenemos los restaurantes, Los Angeles y Nueva York”.
Y volvemos a la simplicidad. Lo hacemos al hablar sobre las tendencias actuales y sobre todo por lo que está por venir: “La gente, por supuesto, está interesada en disfrutar de los mejores ingredientes, pero también quiere descubrir cómo podemos atrapar esos sabores de la manera más pura posible”. Y si pasamos de la cocina a la sala, opina Humm que los clientes cada vez buscan más que los restaurantes no solo les den de comer sino que también les ofrezcan una experiencia increíble: “Creo que el énfasis en el servicio y la hospitalidad es algo que irá cada vez a más, y estoy ansioso por ver cómo los restaurantes asumen este desafío”.
Al poco tiempo de hacerse cargo Humm de la cocina de Eleven Madison Park, el diario The New York Times les concedía sus ansiadas cuatro estrellas, disparando así su popularidad; era el local de Nueva York al que tenías que ir. Una década después, la noche del 5 de abril de 2016, se convertía en el mejor restaurante del mundo, al ser aupado por la aclamada publicación The World’s 50 Best al primer puesto de su poderosa lista; el año anterior ya habían alcanzado el tercero. Era, como bien sabía Humm, cuestión de tiempo. “Un chef debe ser paciente, debes tener eso claro si quieres dedicarte a esta profesión”, afirma, como si estuviese hablándole a su rejuvenecida imagen en el espejo: “No te dediques a saltar de un restaurante a otro o de un estilo de cocina a otro; tómate tu tiempo para aprender cada parte, cada puesto, hasta llegar a controlar realmente todas las bases. La creatividad vendrá después. Y vívelo intensamente. Siempre le decimos a los jóvenes cocineros que podemos enseñarles la técnica, pero no podemos enseñarles la pasión”.
Minimalismo y pasión, quizás sean esos los dos conceptos más repetidos en nuestra charla con Daniel Humm, además del nombre de Nueva York. Los tres pilares de su estilo gastronómico. No hemos hablado del compromiso con su trabajo, pero este se entrevé al hablar de esa pasión. Hay una entrega total para satisfacer al comensal, tal vez porque en ello encuentra Humm su gran recompensa: “Cocinar es el trabajo de mi vida. Me considero extremadamente afortunado por poder levantarme cada mañana para hacer algo que adoro, con un equipo que me apoya y me empuja para ser cada día mejores. Como equipo, somos capaces de llevar alegría a la gente cada día, y eso es algo realmente fascinante”. No suena mal. ¿Reservamos?