De Los Tele-Rodríguez –serie pionera en España que empezó a emitirse en febrero de 1957– a La Casa de Papel y La Mesías, pasando por Historias para no dormir, Los Serrano o Cuéntame cómo pasó, la exposición Las series de nuestra vida propone un itinerario sentimental por las series de televisión españolas que han ayudado a definir la memoria colectiva de varias generaciones. La muestra, que podrá disfrutarse hasta el 3 de noviembre en la sede madrileña de SGAE (Palacio de Longoria. C/Fernando VI, 4), recorre casi siete décadas de la historia televisiva española a través de más de medio centenar de producciones ya míticas, y está compuesta por más de un centenar de objetos procedentes de colecciones particulares, productoras audiovisuales o empresas de televisión.
Entre piezas de vestuario, decorados y todo tipo de atrezzo, la colección incluye dos incunables, las portadas de dos revistas televisivas que hicieron historia, con pocos meses de diferencia, soltando dos spoilers (que entonces eran, sencillamente, “noticiones”), que harían ir hoy por la calle a miles de tiquismiquis en plan Stevie Wonder con tal de no toparse con tremendos titulares. En su edición del 5 de febrero, Supertele anunciaba: “Chanquete se muere el domingo” (y España entera se paralizó el domingo 7 para asistir al melodrama). Ya en verano, con más cuerpo de fiesta, Teleprograma preparaba al personal en su edición del 15 de agosto: “Por fin, el martes le pegan dos tiros a J.R.”, y los chiringuitos colapsaron con el público vacacional amontonado alrededor del televisor, más allá de los espetos de sardinas.
El cine tiene algo más de 120 años; la televisión ronda los 75. Sin embargo, la tontería de los spoilers apenas alcanza la mayoría de edad. Curiosamente, casi el mismo tiempo que tienen las sagas de superhéroes de celuloide, la fiebre de los remakes o las cuentas en redes sociales de crítica cinematográfica en babuchas. Solo Alfred Hitchcock se preocupó con tanto ahínco por preservar “el gran secreto” de una de sus películas, Psicosis; tanto, que hasta compró todos los ejemplares de la novela en la que se basaba para proteger el misterio. Sin embargo, pocos años después, cuando se sentó a diseccionar su obra con François Truffaut en ese libro sacrosanto para cualquier cinéfilo, abundó en detalles sobre la cinta en cuestión sin importarle lo más mínimo que alguien pudiera leerlo sin haberla visto antes.
“¿Qué se puede decir de una chica de 25 años que ha muerto? ¿Que era hermosa y muy inteligente? ¿Que le gustaban Mozart y Bach, y los Beatles… y yo?” Así arranca aquel blockbuster setentero que fue Love story, y los pañuelos de papel se agotaban en los bolsos de las damas a lo largo de la hora y media siguiente a pesar de que, ya desde los primeros minutos, conocieran el desenlace. Por no hablar del muerto en la piscina con el que empieza El crepúsculo de los dioses –Billy Wilder, ruega por nosotros– que nos cuenta desde el otro mundo, a lo largo del metraje, cómo acabó allí flotando.
La historia de las historias, da igual en el formato que sean, está plagada de pequeños giros, de sorpresas inesperadas, de calculados sobresaltos… pero nada importa conocerlos con antelación si la narración que los sustenta es realmente buena. ¿Por qué si no volveríamos a ver una y otra vez con obsceno placer Casablanca o Los puentes de Madison, si ya sabemos que vamos a acabar asistiendo a los mohínes de dos machos alfa como chiquillos sin caramelos?
Si no has visto El sexto sentido ni Los Otros, y te estropea la diversión saber que los protagonistas están muertos en realidad (vaya, spoiler), eso significa que no era una película para ti o tú, un espectador inadecuado para ella. Lo que está claro es que, con todo este pavor infundado a conocer las claves de las obras de ficción, nos hemos perdido grandes titulares, como el que podría haber dado Teleindiscreta en junio de 2007: “Esta semana matan a Tony Soprano. O no”.