Planes

La ciudad de los lagos, las montañas y los bratwurst

St.Gallen recibe a todos: a quienes buscan historia, patrimonio, arte, naturaleza y gastronomía identitaria. Este recorrido empieza en un tren y termina en una cantina militar.

Drei Weieren

El tren atraviesa valles, cruza ríos y saluda a las montañas que son las grandes guardianas de las tierras suizas. En este recorrido uno siente, de pronto, la magia y el misterio que esconden los vagones de los largos trenes europeos. Y recuerda lo que Mauricio Wiesenthal halaga del viaje sobre el raíl: “Es el cambio de escenario repentino, que es también la vida y algo sobre lo que hay que entrenarse”. Veloz y puntual (aquí todo lo es, como un reloj), el tren frena en St.Gallen –o San Galo–, una encantadora ciudad del este de Suiza enclavada entre dos colinas: la de la alegría y la de las rosas.

Nada más salir de la estación (la bahnhofplatz, construida a comienzos del siglo pasado como una “escapada al mundo”) saluda el aire limpio y fresco que refuerza la idea de que aquí mucha gente viene a relajarse, a disfrutar de la naturaleza y de las bondades de las aguas que bañan el territorio. Y es que no conviene olvidar que Suiza es una de las grandes reservas acuíferas de Europa y lugar de nacimiento de tres grandes: Ródano, Rin y Eno.

Mientras se pasea la ciudad se entiende el pulso de esta y St.Gallen se recorre con mucha facilidad. El centro histórico es el mejor punto de partida para entender su conexión con la mística. Y es que en un rincón de la Gallusplatz se puede contemplar la fuente y columna con la imagen de Gallus, el monje irlandés que fundó la ciudad. Su leyenda refuerza la idea de que “no hay mal que por bien no venga”, ya que, aunque su misión consistía en llegar a Italia, la enfermedad le obligó a parar aquí sin saber todavía que no se marcharía jamás.

Un tronco con el que tropezó fue lo que le abrió los ojos y lo que él interpretó como una señal de Dios a la que atender. Corría el año 612 y con 60 años decidió quedarse en ese lugar para descansar y estar en comunicación con el Altísimo. Primero construyó una pequeña cabaña y poco a poco fue ampliando el asentamiento hasta crear el monasterio de St.Gallen. Ese descanso duraría hasta su muerte, que le llegó con 90 años.

La mística continúa en la Abadía, Patrimonio de la Humanidad. Impresionante obra del barroco tardío que esconde la “farmacia para el alma” (como reza la inscripción de la entrada) o la biblioteca. Es una de las más importantes del mundo y la más antigua de Suiza, con unos 170.000 libros, todos originales, protegidos bajo un techo cubierto de frescos en los que se representa el paraíso. Además, expone ahora sus tesoros gastronómicos bajo la exposición “Comida bendecida. Comer y beber en la Edad Media”, que recopila 280 formas y dichos para bendecir la mesa.

A la caza de las tres bes

La segunda letra del abecedario repetida tres veces (y cuatro) es la contraseña para desbloquear los placeres más mundanos que regala St.Gallen. La primera corresponde al bratwurst –St.Gallen Bratwurst–, que aquí tiene el sello de Indicación Geográfica Protegida (IGP). Urs Bolliger, director ejecutivo de la organización de St.Gallen Bratwurst (también conocido como el Guardián del Grial), nos da la clave sobre su receta, que esconde un reparto de porcentajes perfecto en cuatro partes. El primer 25% corresponde a la carne de ternera, el segundo al bacon, el tercero a la carne del cerdo y el último 25% proviene de la leche, un ingrediente muy poco habitual, pero que le aporta gran sedosidad. Además le añaden especias como la canela, nuez moscada o pimienta.

En los archivos de la ciudad guardan un libro de 1438 en el que aparece nombrado este bratwurst por primera vez y ya entonces se hablaba de una receta concreta que se debía seguir y se prohibía el uso del corazón. La mejor forma de degustarla es a la parrilla, asada lentamente para que se cree una fina piel que cruje al morderla como si fuera barquillo. De esta forma el interior queda perfectamente sellado para que los jugos hagan su magia. Como estrella gastronómica de la ciudad que es, se puede degustar en casi todos los establecimientos y restaurantes, pero si hay uno donde este ingrediente se eleva al siguiente nivel, ese es Wirtschaft zur alten Post, ubicado en un edificio histórico de origen medieval.

Aquí Alex Zimmermann lleva a cabo su particular oda al bratwurst de St.Gallen con un menú que permite saborearla en su forma tradicional acompañada de polenta y setas o de cebolla en diferentes elaboraciones y patata, pero también en recetas menos comunes como es al estilo “desayuno del charcutero”, que es sin piel y, en este caso, acompañada de ensalada y caviar de mostaza. Y ya que hablamos de mostaza, Urs nos recuerda que será mejor no pedir este condimento para acompañar el bratwurst, ya que es una especie de herejía. Algo que –bromea– solo sería capaz de llevar a cabo alguien de Zúrich.

Para una comida más informal está Riettman, una charcutería donde también se venden bocadillos de bratwurst hechos con bürli (la segunda ‘b’), un bollito de pan rústico cocinado en horno de leña que tiene una miga muy aérea. Esta preparación forma también parte de los entrantes del restaurante Brauwerk, que pertenece a la cervecería Schützengarten, la más antigua de Suiza. Aquí están especializados en carnes, ya sean costillas, filete o meatloaf. Y es que ya se sabe que carne y cerveza forman una pareja muy bien avenida.

Esta bebida, la cerveza (y la tercera ‘b’ de beer), es un tesoro nacional ya que Suiza, y sobre todo el este, ha sido siempre un punto clave en la elaboración y consumo de esta; tanto es así que a finales del siglo XIX había 600 cerveceras en todo el país. Este patrimonio se puede conocer en el museo de la Botella de Cerveza de Schützengarten donde Christian Bischof expone más de 3.000 botellas, algunas con más de 140 años. Bajo la manga esconde St.Gallen un as que tiene sabor a almendras, canela y jengibre. Es el biber, o biberli (exacto, la cuarta ‘b’), un dulce tradicional que es una especie de pan de jengibre cuya masa lleva miel y el relleno mucha almendra blanca. En el centro histórico está la meca del biber, Confiserie Roggwiller, donde los elaboran de forma artesanal.

Subir a las colinas del Appenzell para comer queso

Desde el centro de la ciudad, la bahnhofplatz, hasta Stein, un encantador municipio de montaña, hay apenas 15 minutos en autobús. En la subida la prisa se va dejando atrás al tiempo que el verde nos alcanza y se convierte en el gran pasto que sirve de alimento a las vacas desplegadas por las colinas como motas que decoran el lienzo. En este pueblo está el Appenzeller Schaukäserei, el mejor lugar para conocerlo todo sobre el queso Appenzeller porque cuenta con un museo, nave de producción, tienda y restaurante. En verano se abre la terraza, en la que se puede comer y beber mientras se escucha música folk y el canto a la tirolesa.

El Appenzeller se elabora en los cantones Appenzell Rodas Interiores y Exteriores. Estos se separaron en 1597 con motivo de la reforma luterana; así el interior se mantuvo católico y el exterior se convirtió al protestantismo. Una división que se plasmó en la vestimenta tradicional de la gente del campo, ya que los católicos se enfundaban trajes coloridos y llamativos llenos de abalorios con los que se transmitía opulencia y se mostraba la riqueza, mientras que los de los protestantes se caracterizaban por la más absoluta austeridad.

Aquí cada granjero cría 25 vacas, ni una más, un número no muy numeroso, pero que esconde la voluntad de garantizar la calidad. Originarias de Norteamérica, estas vacas se alimentan del pasto natural de la montaña y de minerales que les dan los granjeros. “La paja está prohibida ya que en ese caso la leche aporta demasiado volumen al queso”, explica Fabian Schäfer, jefe de administración de Appenzeller Schaukäserei. Normalmente el ganado vacuno convive con las cabras, gallinas y, por supuesto, el Boyero de Appenzeller (raza autóctona), también conocido como el Appenzeller Bless, al ser imprescindible para el trabajo de la granja.

Como suele ser habitual en el pastoreo, se practica la trashumancia, de tal forma que en verano realizan la subida hacia los Alpes para que las vacas sigan alimentándose del mejor pasto. Así, como trazando un poema culinario con el camino, se realiza un ascenso organizado: a la cabeza va el pastor líder acompañado de algunos niños, le siguen las cabras, después las vacas líderes y en último lugar el resto del rebaño. Y, entre todos, el perro pastor. Allí, en lo alto, estarán hasta septiembre, mes en el que toca volver a casa y ser recibidos con fiesta y algarabía. En esta celebración que se repite cada año, eligen a las tres mejores vacas de la temporada y los enormes cencerros se convierten en su particular «balón de oro».

A lo largo del proceso de elaboración se llevan a cabo muchos pasos de temperatura y tiempos controladísimos, porque cada quesero se juega la reputación de su casa. Una vez se tienen las ruedas listas, estas se sumergen en sal para que pierdan el agua. Pasan a una primera sala de maduración y después a una segunda donde reposarán durante un mínimo de tres meses y un máximo de nueve. Luego, lo que no se ve ni se confiesa, que es el secreto de cada productor: una mezcla de 42 hierbas, raíces e incluso alcohol con la que afinan el queso y que aporta los matices característicos del Appenzeller. Es tan importante guardar bien el secreto que Fabian nos cuenta que cada uno tiene su receta custodiada bajo llave en el banco.

Nota: Para determinar la calidad de cada rueda se establece un método de puntuación, siendo la máxima 20 puntos. Cuando se obtienen menos de 18,5 no se puede vender como Appenzeller.

Otros planes imprescindibles para conocer St.Gallen

Drei Weieren

Construidos por los monjes para abastecerse de agua, estos tres lagos (popularmente conocidos como el de los hombres, el de los niños y el de las mujeres) son el oasis dentro de la ciudad. Se llega en un funicular que parte de la Gallusplatz y que sale siempre puntual. Además, conviene fijarse en las casetas de madera, obra del modernismo. Allí la vida es fácil: tumbarse a la sombra de los tilos, bañarse, charlar, leer y sentir que un viaje es una promesa que nos hacemos a nosotros mismos.

City Lounge

El barrio de Raiffeisen se convierte, de pronto, en un salón con mobiliario de grandes dimensiones que es un espacio cubierto de rojo. Forma parte de la obra que la artista Pipilotti Rist y el arquitecto Carlos Martínez llevaron a cabo para diluir las fronteras entre la intervención artística y el diseño del espacio urbano. Esta alfombra roja hecha de caucho granulado “cubre” sofás, lámparas, mesas e incluso el coche que espera en el garaje. Siéntate y disfruta.

Kunstmuseum y Textilmuseum

El primero es el museo de bellas artes que ahora expone la Sammlungsfieber, una muestra de la evolución del textil (industria en la que St. Gallen fue una potencia) a lo largo de cinco siglos y que van desde el lienzo y el algodón, hasta el encaje característico de St.Gallen. También una impactante exposición que reflexiona sobre la familia como organismo que perpetúa la tradición, estilos de vida particulares, roles entre madres e hijas y la transmisión de ideas a nivel intergeneracional.

El segundo es el museo textil donde se puede conocer la importancia que tuvo esta industria hasta comienzos del siglo XX y que dio trabajo a miles y miles de habitantes del este de Suiza. Además de la permanente, hay ahora una exposición titulada ‘All you canNOT Eat’ que es un restaurante donde nada es ni comestible ni bebible, y que pone de relieve la fugacidad de lo que ingerimos.

Kunstmuseum

Militärkantine

En las horas más profundas de la noche se encuentran los turistas activos y los relajados. Y en este hotel lo que se practica es el “pan y cama”; es decir, caer dormido mientras se observa la luna que surge tras las casas de la «colina de la alegría», abrir ventanas para que entre el aire fresco, desayunar en el jardín, sentir el crujir de las tablas de madera al pasar y mimar la vista con el mobiliario de los años 70 y el espacio sobrio, limpio y luminoso.

El edificio, construido a comienzos del siglo pasado, se concibió como un pabellón de caza en el que destacan las torres y los grandes miradores. Durante un tiempo sirvió como alojamiento para los oficiales militares y el restaurante mantiene la estética de cantina y lugar de encuentro de soldados. Hoy es un bello lugar del que no es fácil despedirse.