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De las personalidades creativas que han surgido en España a lo largo de su centenaria historia, no hay ninguna que sea a la vez tan brillante y esquiva como Albert Pla (Sabadell, 1966). Brillante, por la solidez de su obra musical, pese a no formar parte de lo masivo, y esquiva, por su personalidad, que admite a regañadientes la necesidad de compartir su tiempo con los periodistas cuando la ocasión le obliga a ello, pero que dista mucho de ser una tarea sencilla. Se decía entre la profesión que entrevistar a Albert Pla era “el examen final de la carrera de periodismo”; así de difícil es sacarle frases y opiniones. Ahora ya no se dice: se da por sentado que quien va a hablar es el periodista y, como mucho, Pla asentirá o no, o se reirá, rellenando así los huecos.
De hecho, en la única biografía que hay publicada sobre él, Albert Pla: todo es mentira, escrita por el periodista tarraconense Pep Blay y publicada en 2016 por Satélite K, el “biografiado” escribió el prólogo, y en él se podía leer, nada más empezar: “Cuando Pep Blay dijo que iba a escribir un libro sobre mi vida y milagros, le contesté que eso no era asunto mío. Mientras a mí no me preguntara nada, ni me pidiera nada y, mucho menos, me hiciera trabajar… […] Luego me hizo unas preguntas, asegurándome que era lo único que me pediría. Contesté con esas tonterías que acostumbro a decir cuando no sé qué decir o cuando no me interesa el tema”. Así es. Dispónganse, pues, a leer un suspenso en mi examen final como periodista…
¿MÚSICO O ACTOR?
El grueso de la trayectoria profesional de Albert Pla se ha desarrollado en el mundo de la canción y la música: son ya doce los álbumes que ha publicado desde su debut discográfico en 1989 con Ho sento molt, hasta el último por el momento, Miedo, aparecido hace ya cinco años, en 2018. Sin embargo, ya son más numerosas sus intervenciones como actor, tarea en la que debutó en 1997 con Airbag, la desopilante película de Juanma Bajo Ulloa, y que le ha llevado a participar en filmes como A los que aman (1998), de Isabel Coixet; Honor de cavalleria, de Albert Serra; Murieron por encima de sus posibilidades (2014), de Isaki Lacuesta; Rey gitano (2015), nuevamente a las órdenes de Juanma Bajo Ulloa, o La vampira de Barcelona (2020), de Lluís Danés, por citar tan solo unas pocas.
Ahora se encuentra a punto de alcanzar la cúspide de la resbaladiza cucaña cinematográfica, ya que figura como candidato a la Mejor Interpretación Masculina en Series en la vigésimo novena edición de los premios Forqué –que se entregarán el 16 de diciembre en IFEMA, compitiendo en su categoría contra Javier Cámara, Raúl Cimas y Roger Casamajor– por su interpretación de Pep Puig Pelfort, un desquiciado fundamentalista católico, en La mesías, la serie de Javier Calvo y Javier Ambrossi, Los Javis, estrenada este pasado octubre en Movistar Plus. Para interpretar ese papel en La mesías no le regalaron nada porque diera el tipo de psicópata: tuvo que pasar un casting. “Me llamaron ellos, pero me hicieron pasar una prueba. Yo vi que lo podía hacer, que me sentía cómodo y que los Javis me parecían buenos chavales, que lo iban a poner fácil porque se les veía muy dispuestos”.
Su personaje da auténtico miedo, pero Pla no tenía referentes en la memoria para abordar a un fundamentalista católico. “Yo no he vivido nunca la religión –explica. Ni fui a un colegio de curas, ni tuve nunca clases de religión, ni mis padres iban a misa… Ni no iban… quiero decir que nunca se habló de Dios en casa, ni a favor ni en contra. Era un ser que no existía. Luego sí me lo fui encontrando por ahí, por la mitología y las leyendas urbanas, o por las cosas que te contaban los amigos y que daban un poco de miedo. Era como eso de que había un tipo que se llama Franco. Y yo me decía: ‘¡Uy, qué suerte que tengo!’ de no vivir en ese mundo es- pañol de los castellanos”.
Albert Pla tiene otros tres papeles en la recámara, esperando que se concreten las fechas de estreno: “Uno es con Rodrigo Cortés, en una película que se llama Escape, y también voy a aparecer en El hoyo 2. Y hay un serial catalán en el que también aparezco”. Pero al mismo tiempo está inmerso en el comienzo de una gira musical con The Surprise Band, una banda formado por las tres cantaoras integrantes de La Prenda Roja –Ana Brenes, Cristina López y Sara Sambola–, a las que se suma la guitarra flamenca de su colaborador de siempre, Diego Cortés, y las aportaciones electrónicas de otra vieja amiga, Judit Farrés.
Sin embargo, si le preguntas si ahora se le puede considerar más actor que músico o sigue siendo más músico que actor, él responde, simplemente: “Yo hago lo que puedo” y “Las nominaciones están bien”. Lo suyo no es hosquedad, timidez, apatía ni antipatía. Es, valga la aliteración, pura anarquía o pura filosofía. En concreto, la de los discípulos de Sócrates, los filósofos cínicos de la secta del perro, que en el siglo IV a. de C. ya se mostraban hostiles a las convenciones sociales y reivindicaban la autonomía del individuo frente a la familia, la ciudad y la moral de compromiso, empleando el humor corrosivo y la sátira para ejercer su crítica y reinterpretar la doctrina socrática considerando que la civilización era el mal y que la felicidad se alcanzaba con una vida simple y acorde con la naturaleza. En su caso, eso se traduce en vivir desde hace treinta años en pleno campo, en una casa del interior de la comarca catalana de Selva.
Todo es atípico en Pla, un personaje nada fácil de categorizar. Si se piensa en él como cantautor, lo es, pero no piensen en lo que de aburrido llevaba aparejado el término… Bueno, aburridos eran Labordeta, Ovidi Montllor, Hilario Camacho, Ramón Muntaner o Raimon; Aute, Serrat, Llach o Sabina no tienen nada de aburridos… Digamos que, cada uno con su estilo, el de Pla está mucho más cerca del humor corrosivo, al borde siempre de lo punible legalmente, de Javier Krahe. Lo que sí es cierto es que su éxito es más… discreto: pese a más de treinta y cinco años de trayectoria, sigue siendo todo un desconocido para el gran público, pero es famoso entre lo más granado de la profesión, que solicita contar con su colaboración o se presta desinteresadamente a aportar un granito de arena a sus controvertidas canciones.
Si le consideramos como actor, sus intervenciones dejan huella en películas tan gamberras como la citada Airbag, en la que interpretaba a un peculiar sacerdote que cantaba en un burdel el “Soy rebelde” de Manuel Alejandro, popularizado a principios de los setenta por la cantante hispano-británica Jeanette. Pero lo que parecía una broma provocadora no lo es tanto; si hacemos caso a lo que opina de él Emma Suárez –dos veces ganadora del premio Goya a la mejor actriz protagonista: en 1996 por El perro del hortelano, de Pilar Miró, y en 2016, por Julieta, de Pedro Almodóvar–, que trabajó con él en la película de Isaki Lacuesta “Murieron por encima de sus posibilidades”, y que en Todo es mentira, la citada bio- grafía de Albert Pla, recordaba: “El primer día le dije: «¿Qué tal, Albert, te lo sabes?». Y él me respondió: «¡Si no me lo supiera no podría trabajar!». Me quedé a cuadros: yo no me sabía el texto, esperaba a trabajarlo con él. Nos sentamos en la cocina y mientras él preparaba la comida íbamos repasando el texto. Se lo sabía perfectamente, ni una palabra de más ni un artículo de menos”.
No era el único piropo que le echaba: “Es el actor más relajado con el que he trabajado”, decía Suárez antes de añadir: “Todo el equipo se quedó alucinado con él […], tiene el don de los grandes actores. No estoy exagerando para nada”, o concluir afirmando que: “la verdad es que Albert me ganaba en todo, al final tenía la sensación de que era yo la que tenía que aprender de él”.
ARTISTA CONTROVERTIDO
Albert Pla arrastra la controversia como si fuera su sombra: va siempre con él y aunque no busca proyectarla tampoco puede hacer nada para evitarla. Es intrínseca a su visión del mundo. Desde siempre actúa cantando sentado en un sillón de orejas, vestido con unas katiuskas (esas antiguas botas de goma para la lluvia) y una especie de sayo (esa prenda, holgada y humilde que solían usar antiguamente los artesanos y campesinos), mientras que de su boca salen letras que dejan estupefactos a los oyentes. Hubiera sido fácil catalogarle de cantante punk, pero es que en vez de atronar con el ruido de una furiosa guitarra deja, en cambio, que sus sencillos poemas nihilistas sobrevuelen sobre melodías realmente hermosas y de muy variados registros, que pueden ir de la rumba a la chanson francesa.
Su voz, que emplea frecuentemente un tono infantil, como si estuviera contando un cuento o cantando una nana, desvelan, en cambio, todo tipo de horrores: violaciones recibidas, contadas en primera persona sin evitar los detalles más escabrosos; asesinatos entre hermanitos de cuatro años, historias de necrofilia, crímenes pasionales (como se decía antiguamente) con amputaciones de miembros, homenajes a la muerte del Antonio –un proxeneta ficticio de barrio, viejo conocido de la policía, que también ejercía de traficante de droga entre la chavalería–, dudas existenciales sobre si denunciar o no a una novia terrorista; todo un álbum doble, bilingüe, en catalán y castellano, dedicado a las drogas (“Cançons d’amor i droga”), o su famosa “Carta al rey”, que tuvo que rebautizar como “Carta al rey Melchor” para conseguir ser publicada, en la que el supuesto novio de una princesa le confiesa al rey el amor que siente por su hija, pese a no ser, ni de lejos, el yerno soñado: “Nunca tuve dinero ni soy conde o caballero / No llego ni a hidalgo, ciudadano raso / Mi estirpe no es noble pero mi nobleza / Me obliga a decirle la verdad / Sería mentirle si digo que tengo respeto por la monarquía / Siempre me he cagado en las dinastías / Y en las patrias putas, la banderas sucias / Los reinos de mierda y la sangre azul”.
Nada más fácil que acusarle de antimonárquico… si no fuera porque en 2015 fue condenado en primera instancia por María José Juesas, la juez suplente del juzgado de instrucción número 4 de Valencia, a una multa de cien euros por unas declaraciones publicadas el 28 de septiembre de 2014, y republicadas en infinidad de medios de comunicación en las que animaba a matar “a los de Podemos y plataformas ciudadanas, ahora que todavía no llevan guardaespaldas: es mejor acabar ahora”. La denuncia la había interpuesto en su día el abogado Ricardo Cano, miembro y colaborador de diversas plataformas sociales en Valencia. Posteriormente la Sección Tercera de la Audiencia Provincial de Valencia le absolvió porque dichas afirmaciones carecían “de seriedad, firmeza y determinación (o concreción del mal)”…
LA MASÍA DE LA SELVA
Quienes conocen bien a Pla hablan, en cambio, de su bondad y generosidad. Y también de que es un excelente cocinero, y alguien que aplica “a la antigua” lo de la cocina de kilómetro cero, puesto que en su masía de Selva, a medio camino de Barcelona y Gerona, cría sus propias gallinas y cultiva su propia huerta. Y vive tal vez con más lujos que Antístenes, Diógenes de Sinope o Crates de Tebas, pero desarrollando plenamente la idea cínica de la autosuficiencia. Sus dotes culinarias no las aprendió de su madre, sino “de la vida; y de amigos cocineros: como tenemos el mismo día de fiesta los cocineros y los cantantes, nos podemos encontrar los lunes”.
Le pregunto por su platillo favorito, pero tampoco tiene uno. “Ahora es otoño y me pueden apetecer… unos canelones de boniato con setas, con una cremita de queso pecorino y unos chips de boniato frito y reducción de ratafía, por ejemplo”, admite. Pero acto seguido, y con su característico humor corrosivo, afirma que lo que más le gusta cocinar es “cocineros”: “Mi sueño es comerme algún día un pedacito de Ferran Adrià o hacer filetes de los hermanos Roca, para comprobar de cuál de los tres sacas el filete más tiernito. Yo apuesto por Jordi, que tiene más anabolizantes inyectados”. Añade que le gustaría, además, “cocinarlos mal, para que se jodan”. No vayan a creer que lo dice por motivos personales o porque vayan contra su concepción de la cocina: aunque vivió una larga temporada, siete u ocho años, en Sant Celoni, donde el fallecido Santi Santamaría, combativo representante de la cocina más tradicional y de producto, regentaba su mítico Can Fabes, Pla no abjura de la cocina molecular.
En Sant Celoni se estableció una relación de amistad entre el artista y Santamaría, y cuenta que “iba mucho a su restaurante y me enseñaba a hacer cosas; hemos pasado buenos ratos en la cocina”. Pla admite que le encantan las esferificaciones y el nitrógeno: “A mí me parecen muy bien todas esas cosas, eso sí que me gusta. Me gusta que los cocineros estén locos, si no, no me sirven”.
Al acabar la conversación surge el nombre de Dabiz Muñoz… y hay que creerle cuando dice que no sabe quién es: “No soy nada mitómano, ni tengo interés en conocer a cantantes, ni a escritores, ni a cocineros”.