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El fish and chips es tan british como los ceremoniales pomposos, el blanco armiño en la abadía de Westminster, las sastrerías de Savile Row o alzar el meñique mientras uno sorbe su té earl grey. Este plato de origen obrero se cuela paradójicamente en esa lista snob para construir la identidad cultural de la nación. Niebla, fútbol y fish and chips son la trilogía de la evocación nostálgica de una Inglaterra de marineros rudos pero galantes, que llevaban a la mesa el bacalao que pescaban afanosamente en el Mar del Norte para alimentar a sus paisanos.
La historia del plato comienza con la persecución de los judíos en la península Ibérica, durante el siglo XVI. Muchos de ellos fueron a parar a Inglaterra, llevando consigo el pescado frito. Era un plato sefardita que acostumbraban a comer los viernes. Las sobras, en frío, se engullían al día siguiente en el Sabbath, el día de reposo de los judíos, en el que no se permitía cocinar. El secreto era el empleo del aceite, que sellaba los sabores, hacía crujiente la harina y muy sabroso el pescado. A aquellos isleños rubicundos habituados a la manteca de cerdo, freír en aceite les pareció revolucionario.
No fue el único viaje que esta fritura emprendió desde nuestra península: la tempura nipona llegó a Japón de la mano de los misioneros jesuitas españoles y portugueses, y debe su nombre a la ad Tempora de Cuaresma, cuando los cristianos cambiaban las carnes rojas por el pescado. De Inglaterra saltó a Países Bajos, que también quedó cautivada por la fritura de pescado. Y desde allí, pasó a Estados Unidos, donde el presidente Thomas Jefferson se convirtió en un fanático del pescaíto.
Los judíos se instalaron primero en el East End londinense. Cuna del cockney (el habla de los bajos fondos londinenses), de Iron Maiden y del West Ham, fue también el escenario de los crímenes de Jack el Destripador. Un barrio marginal que por su carácter popular se asociaría de forma perdurable a olores desagradables, malas conductas, escasa higiene y enfermedades. La fritura al estilo sefardita llamó la atención de los habitantes de las islas.
Que era un plato humilde lo demuestra que Dickens alude en su Oliver Twist, de 1837, a las tiendas de pescado frito que jalonaban el poco recomendable barrio de Saffron Hill, “colonia comercial y emporio de raterías”, de pobreza desesperada, donde no faltaba, junto a las barberías, las cervecerías o las tiendas de ropa de segunda mano hurtada, el pescado frito.
Los dos siglos que separan la llegada de este a las islas británicas de su auge son exactamente lo que tardaron en consolidarse la pesca de arrastre en el Mar del Norte y el desarrollo del ferrocarril, gracias al cual el pescado podía llegar en óptimas condiciones de frescura a las zonas urbanas. La pujante revolución industrial impulsó el negocio con el vapor para las flotas y el frío para las neveras. El pescado se abarató.
Pero aún faltaba que se hiciera acompañar por la guarnición canónica: las patatas fritas. Los ingleses ya las disfrutaban por separado. Las chips se conocían como algo comestible desde el siglo XVIII, y solían condimentarse con ralladura de naranja. La patata se fue convirtiendo desde entonces en un alimento básico entre los pobres, parte fundamental de la dieta de la Irlanda rural. Podían, además, freírse.
En la era victoriana, las patatas fritas estaban por todas partes, ya fuera en forma de delicadas patatas paja en los salones de clase alta o en forma de bastones fritos en puestos callejeros. Un pescadero judío emigrado desde la Europa del Este, llamado Joseph Malin, fue el primero al que se le ocurrió reunir, en 1860, el pescado frito con las patatas, en una tienda del East End. Un plato barato, sabroso y saciante servido en papel de periódico. Hasta entonces, las patatas fritas sólo se vendían en las tiendas irlandesas. Fue el primer chippie, nombre de los establecimientos de fish and chips, de la historia. Su público, de clase obrera.
Para 1888, ya había 10.000 chippies en el Reino Unido. En 1910, 25.000, pese a que la literatura médica y social oficial denigraban, de forma clasista, el pescado y las papas fritas como una dieta terrible. Sólo la Primera Guerra Mundial, con la inflación y el encarecimiento de materias primas, supuso un freno a la “friersmanía” nacional. En la Segunda, hubo que sacar el fish and chips de las cartillas de racionamiento debido a su popularidad. El pescado no era el mejor, pero la moral se mantuvo alta.
En 1928 Harry Ramsden’s, en el norte de Inglaterra, se convirtió en la primera cadena de comida rápida británica. Para entonces, dos tercios del pescado blanco que desembarcaba en las costas terminaba en la freidora. Poco a poco, el fish and chips empezó a ganar estima popular, granjeándose el favor de todas las clases sociales. En cada región se ha desarrollado un gusto particular. En Yorkshire prefieren el abadejo, con guarnición de puré de guisantes. Lancashire opta por la merluza y el noreste, por el cazón con salsa de curry o mayonesa.
Hoy las bandejas de poliestireno han sustituido a las hojas pringosas de periódico. Con su toque de sal y vinagre, el fish and chips es por derecho propio el gran plato nacional de Reino Unido.
Ilustración de portada: Leonardo Berbesí.