Todos apretados, abajo los grandes, arriba los ‘nanos’, sobre el viejo lebrillo que encontré en la casa. Cinco kilos de limones a la espera de morir en limonada. Cada verano, cuando aprieta el calor, la imagen se repite. Ya las naranjas cayeron del árbol y nos las comimos en ensalada con las aceitunas amargas ‘machacás’ y la cebolla dulce en finas tiras.
El verano es el cumpleaños del limón. Al menos en casa. Un par de viejos limoneros de tronco fuerte han bebido de la tierra durante el invierno y ahora presumen de ramas con pendientes amarillos. Se defienden con espinas muy cabronas y hay que saber acariciarlos.
Pocos olores tan emocionantes como el de la rama fresca de un limonero recién cortada. No hay inspiración más aromática que esnifar su olor pegajoso y fresco. Me ocurre pronto, a primera hora, cuando camino entre los árboles y reviso los chupones –los brotes rebeldes que saltan del tronco, abajo en la base, o entre las ramas– en busca de la luz. Apenas dura la emoción unos segundos, cinco, menos de diez. Dos o tres aspiradas y mi corazón se marcha a la medina de Fez o Meknes, a Andalucía o a la Eivissa que amo.
No arranco los limones del árbol. Me gusta verlos bailar con el levante. Prefiero ir a la frutería y llevarme un par de sacos. Cuando la calor aprieta, a exprimir limonada. Con menta fresca. Con hielo gordo. Para los míos, para ti, lector, si vienes. Mi exprimidor favorito es de madera de limonero, durísima y amarillenta.
El limón es mi amigo. La naranja también, pero se hace la graciosa. El limón tiene un zumo que cocina el ceviche. Que te cura una herida. Tiene nombre de trabalenguas y sirve para hacer una portada de revista ácida y descarada. El limón es impar. Me gusta que viva cerca de los míos.