Aunque hace veinte años que el famoso programa de radio Gomaespuma ya no se emite, justo cuando uno de sus crea-dores, Guillermo Fesser (Madrid, 1960), se marchó a vivir a Estados Unidos, la presencia en España del periodista sigue plenamente vigente: todas las semanas colabora en el programa de Onda Cero Más de uno, con Carlos Alsina, y le vemos también con frecuencia en La Sexta, como corresponsal en Nueva York de El Intermedio de El Gran Wyoming. Ha pasado unos días por España para presentar su nueva novela, Marcelo, basada
en la vida de Marcelo Hernández, el conocidísimo barman de uno de los restaurantes más famosos de la Gran Manzana, el Oyster Bar de Grand Central Terminal.
Pregunta: Debutaste en la literatura con ‘Cuando Dios aprieta, ahoga pero bien (memorias de una asistenta)’, la historia de Cándida Villar, tu asistenta, y ‘Marcelo’ es tu cuarto libro. ¿Es otra biografía de un personaje único?
Guillermo Fesser: Marcelo es un híbrido entre ficción y realidad, que es donde yo me siento más a gusto. La historia de Cándida era su biografía, pero también he escrito, como periodista, A cien millas de Manhattan, que es un ensayo sobre la vida en los Estados Unidos, y luego hice la que yo considero mi primera novela, porque es completamente ficción, Mi amigo invisible. Marcelo tiene toda la verdad de la vida de Marcelo, pero yo he metido un personaje de ficción, Dylan, un ayudante, porque me parecía que podía ser más emocionante para la gente que lo leyera. Igual que el personaje de Marcelo está ficcionado, el personaje de Dylan está basado en muchas historias de la realidad: en cosas que les han pasado a mis hijos, en cosas que les han pasado a hijos de gente a la que yo conozco. Lo llamamos novela, pero podría ser biografía o, incluso, pensamiento sobre lo que pasa en la humanidad.
P: ¿Cómo le descubriste? ¿Eras uno de sus clientes en el Oyster Bar?
GF: No he sido cliente asiduo, porque yo vivo en Nueva York, a diez minutos del centro, que, en realidad, es a dos horas y pico. Vivo en el bosque, como Caperucita, en un pueblecito del estado de Nueva York en el que hay más animales que personas. Y un amigo de este pueblo me dijo que si quería decir que conocía Manhattan, tenía que comer los bocadillos de ostras fritas del Oyster Bar de Grand Central Terminal. Lo mismo que yo le diría a un neoyorquino que visite Madrid: “Si no has probado los bocatas de calamares de la Plaza Mayor, no has estado en Madrid”. Así que nos fuimos al Oyster Bar, nos lo sirvió Marcelo en su barra y charlamos. Me cayó bien, me gustaron las ostras fritas, así que volví y ahí empezamos a charlar más. Aprendí que se llamaba Marcelo y una vez que estaba por la ciudad con mi mujer, quise que le conociera y también hicieron buenas migas. Sarah, mi mujer, y por eso le dedico el libro, me dijo que ahí había una historia superbonita que había que investigar.
P: ¿No son una aberración las ostras fritas?
GF: ¡No! ¡Son una maravilla! Las ostras están buenas de todas las maneras, excepto si esperas demasiado rato y se pudren delante de ti. El bocata de ostras fritas es una maravilla. Yo soy de tomármela cruda, sin limón y sin nada, con ese sabor a mar que te gusta, como el del percebe, pero bien hecha, frita, es también estupenda. La gastronomía americana tiene cosas estupendas. Una hamburguesa bien hecha es como una albóndiga bien hecha. Una hamburguesa con carne de mierda, con un pan de mierda y un tomate que no sabe a tomate y una lechuga que no sabe a nada, es asquerosa, pero hecha con un pedazo de carne como dios manda, con un pan que sólo de verlo te apetece, con un tomate que sabe a tomate y una lechuga que es gloria bendita, un chorrito de aceite y una piparra, es como caída del cielo. La gran queja que yo tengo del bar americano es la cerveza: tirarla sin espuma, yo no puedo. Allí te sirven tés de orina, no te dan cervezas. Y la gente no es tonta: en Little Spain la gente está descubriendo cosas que ni se imaginaban. José Andrés está cambiando la gastronomía de Estados Unidos, en muchos aspectos. Y no descartaría que gracias a José Andrés la cerveza empiece en Estados Unidos a tener espuma.
P: ¿Hay presencia de lo español en Nueva York?
GF: Desde hace unos años, por la crisis tan bestial que se ha vivido desde 2008, hay muchos españoles que han ido a Estados Unidos no con un contrato estupendo de Telefónica o del BBVA de cuatro años, sino a buscarse la vida y, por primera vez, hay comunidad española en Estados Unidos. En Nueva York ves ahora, por primera vez, comercios de españoles en los que puedes comprar mejillones Cuca, galletas Chiquilín, Cola Cao y el fuet de Casa Tarradellas. Y por primera vez puedes ir a un restaurante de comida española y el que te hace la paella sea de Alicante. Yo, por primera vez, veo que se está generando comunidad y se está buscando un lugar común. Y veo que el español y el mexicano empiezan a entenderse mejor; y el ecuatoriano y el guatemalteco y el español, lo mismo. Y eso me alegra.
Estoy muy empeñado, con José Andrés, para que Little Spain, el mercado que él ha creado en Nueva York, sea no solamente un centro gastronómico, sino un centro cultural de lo español. Nos pilló el covid, pero teníamos preparado un programa maravilloso, Finding Common Ground, de integración de lo hispano en el mercado que, ojalá, podamos desarrollar. Es importantísimo que el resto de los Estados Unidos sepa que lo hispano tiene un valor cultural enorme, que sepan que tienen unas raíces hispanas enormes y sepan disfrutarlas. Y que no nos miren como ciudadanos de segunda categoría.
P: Marcelo es experto en cócteles. ¿También tú?
GF: A mí me gusta la elegancia del mundo del cóctel, pero no soy un gran aficionado. Me gusta el mojito y he aprendido a hacer mojitos, creo que los hago muy bien. La margarita, igual. Y el pisco sour es una delicatessen espectacular: podría vivir sólo de pisco sour.
En Estados Unidos, la gente de mi edad sí es muy de cócteles y es normal ir a casa de alguien y que te haga un dry martini o un old fashioned. A mí no me sale del corazón, porque no lo he mamado como tradición en mi vida, y cuando vienen a casa soy más de servirles un buen vino o una cerveza. Pero si me invitan, voy
superfeliz, porque me parece un mundo muy elegante y atractivo. Especialmente el de los cócteles muy sencillos, de dos o tres ingredientes. Me puedo tomar un martini. Pero uno, ni siquiera dos. Marcelo dice en el libro, que los martinis son como los pechos de las mujeres: uno no es suficiente y tres son demasiados.